Cierto que cuando los hermanos Lumière culminaron el diseño de su cinematógrafo, muchos de los problemas técnicos que intervenían tanto en la filmación como en la proyección de las películas habían sido resueltos, pero ellos fueron los primeros en ser capaces de realizar esas proyecciones en grandes salas y ante mucho público, por lo que se puede asegurar que Louis y Auguste Lumière pusieron en marcha el cine, aunque otros lo convirtieron en la industria millonaria que es actualmente.

Los hermanos Lumière tuvieron, desde pequeños, una sólida educación, tanto científica como humanística, y pronto dieron muestras de su capacidad para crear nuevos inventos: Luis, con tan solo diecisiete años de edad, descubrió la fotografía instantánea, por su parte, Auguste, ya durante la primera guerra mundial, inventó diversos aparatos ortopédicos para los heridos, así como unas gasas especiales para las quemaduras, y juntos patentaron, en 1903, las placas autocromas, que en realidad fueron un descubrimiento de Louis, las cuales comenzaron a comercializarse a partir de 1907 y fueron el inicio de la fotografía en color. Pero lo que realmente nos importa en este capítulo es el invento del cinematógrafo, patentado en 1895, y consistente en una caja de madera con un objetivo en uno de sus lados y con una rueda dentada en su interior, sobre la que se acoplaba una película perforada de 35 milímetros, que tenía adosada una manivela para hacerla rodar e ir tomando las diferentes instantáneas con las que se formaba la secuencia, la cual, posteriormente, podía proyectarse sobre una pantalla.

Una vez creada su nueva máquina y comprobado su perfecto funcionamiento, los hermanos Louis y Auguste Lumière, quienes trabajaban junto con su padre Antoine en la empresa familiar de fotografía situada en la plaza Ballecour de la ciudad francesa de Lyon, pensaron que había llegado el momento de mostrar al público las cualidades de su invento y las maravillas que era capaz de poner al alcance de los ojos de los espectadores. Con tal finalidad viajaron a París, donde alquilaron un pequeño salón situado en el sótano del Grand Café por la cantidad de 30 francos diarios y una duración del contrato por un año.

Enormes carteles anunciando el próximo estreno del Cinématographe Lumière podían ser vistos sobre los cristales del Grand Café por los viandantes del bulevar, en los que se explicaba el funcionamiento del invento gracias al cual, se podía proyectar el movimiento de humanos, animales y cosas, a tamaño natural, sobre una pantalla y ante todo el público. La entrada costaba un franco y las sesiones tenían una duración de media hora.

Tras repartir algunas invitaciones entre algunos personajes de interés, de los que acudieron muy pocos, y unas cuantas personas curiosas, el 28 de diciembre de 1895 se llevó a cabo la primera proyección de la historia que consistía en una selección de breves películas de diecisiete metros, entre uno y tres minutos de duración, sobre los temas más cotidianos y lugares conocidos: La llegada del tren (que ya pudimos ver en el anterior capítulo), La salida de los obreros de la fábrica Lumière, Partida de naipes, Riña de niños, La demolición de un muro, Los fosos de las Tullerías, El regimiento, El herrero, Destrucción de las malas hierbas, El mar…

La verdad es que el ambiente frío y desconfiado antes del comienzo de esta primera sesión no albergaba muchas esperanzas de éxito, sin embargo, cuando se apagaron las luces y el proyector comenzó a dar vida a las imágenes en movimiento, con vehículos que parecían querer salirse de la pantalla y arrasar con los espectadores, muros que caían casi a los pies de quienes, sentados cómodamente, se levantaban impresionados,  gente que caminaba por las calles yendo y viniendo de sus asuntos, los espectadores quedaron asombrados y sorprendidos, como reconocería el propio Georges Méliès, asistente a este estreno.

A partir de aquel momento, la noticia se extendió como un reguero de pólvora y la gente hacía cola para ver aquellos portentos que parecían mágicos, haciéndose la prensa eco y elogiando la novedad, incluso se dijo que un cronista alabó la nitidez de los colores de las imágenes cuando, lógicamente, éstas eran en blanco y negro.

¿Qué fue lo que tanto impactó al público de aquellas pequeñas y modestas películas que solamente reflejaban hechos, actividades y situaciones cotidianas vistas y vividas miles de veces por todos los asistentes? Pues, sencillamente, el ser la primera vez que un artilugio reproducía la realidad en movimiento sobre una simple pantalla, lo cual quería decir que ya todo podría ser captado por estos aparatos, guardado y repetido las veces que se quisiera mediante sus imágenes que, a diferencia de una fotografía, no se pueden coger ni tocar, porque son como fantasmas, todo luz y oscuridad, pero testimonio, a fin de cuentas.

Al poco tiempo de su inicio, los hermanos Lumiérè ya ingresaban más de dos mil francos diarios gracias a sus películas y las colas eran cada vez más largas para entrar a sus proyecciones donde se les ofrecía la revelación de su tiempo: las costumbres burguesas de familias acomodadas, el mundo de los obreros y del trabajo, el campo o la fábrica, el avance imparable de las máquinas protagonizado por un tren que provocaba el pánico entre los espectadores y, sobre todo, el realismo basado en la realidad y no en la interpretación.

La demanda de más títulos trajo consigo la investigación en este arte, por lo que no tardaron los Lumiérè en combinar el humor en sus películas: El jardinero regado, cuyo intérprete, quien acababa completamente mojado ante las risas de los presentes, era el propio jardinero de la finca de los hermanos, o la Charcutería mecánica, en la que se introducía un cerdo en una máquina y salía convertido en embutidos. Así mismo, aparecieron los primeros documentales en títulos como Una barca saliendo del puerto o Soldados en maniobras. Para ello comenzaron a contratar los primeros reporteros gráficos que enviaban por el mundo para que consiguieran paisajes o escenas típicas de otros países y otros continentes y las trajesen a París. Al llegar este material no todo era válido para su proyección, por lo que tuvieron que cortar y empalmar trozos de película con lo que se inauguró el montaje.

Personalidades de todo el planeta quieren aparecer e inmortalizarse en estas imágenes en movimiento y así algunos de los reporteros de los Lumière se hicieron famosos con sus trabajos, como Francis Doublier, quien rodó en siete bobinas La coronación del Zar Nicolás II, en 1896, o el operador Promio, que rodó escenas de la guardia y la armada reales en España gracias a las facilidades otorgadas por la regente doña María Cristina. De esta forma, al fondo de los Lumière, comenzaron a llegar películas de los rincones más exóticos del mundo: India, China, el Sahara, México, Constantinopla, Jerusalén… llegando su catálogo particular a contar con más de trescientos cincuenta títulos en 1897.

Pero tanto éxito no podía pasar desapercibido y pronto las principales ciudades europeas comenzaron a tener sus propios salones de proyección y no tardaron en aparecer los primeros trabajos de la competencia, tanto en la propia Francia: Méliè, Léar o Pathe, como en otros países: Edison y la Biograph en Estados Unidos o Paul en Inglaterra. En 1898, con una posición económica bastante desahogada, los hermanos Lumière comenzaron a despedir a sus operadores y, en 1900, tras proyectar sobre una pantalla de veintiún por dieciséis metros su última película, abandonaron la carrera que se avecinaba por hacerse un hueco en la industria cinematográfica, para dedicarse a sus investigaciones y al invento de nuevos avances como la placa autocroma o películas en 3D.