Hay dos formas de contar la historia: como sucedió y como la hemos vivido.
Eduardo Mendoza regresa con una novela que hace sonreír… y sobre todo recordar.

Cuando antes de abrir el libro ya nos topamos en la portada con el gato Fritz, un personaje creado por Robert Crumb para una revista de cómic underground publicada en Estados Unidos durante la década de los sesenta, de personalidad entre cáustica y entrañable, que pasó a ser el emblema anticultural de la crítica a una sociedad caduca, podemos estar casi seguros de encontrarnos con otra novela pura sangre, marca de Eduardo Mendoza, ya saben, el Premio Cervantes 2016. Aunque esta sensación se acentúa nada más conocer al protagonista de esta historia, Rufo Batalla, un joven barcelonés que, al más puro estilo “mendocino” (refiriéndonos al Mendoza autor, no a la ciudad argentina), va dejándose llevar por las circunstancias de la vida sin oponer demasiada resistencia, es decir, el clásico antihéroe al que no le pasa nada especialmente relevante, pero que, en el fondo, va tirando.

Rufo es un reportero, por hacer algo, de segunda en la Barcelona de los años sesenta a quien su jefe le encarga cubrir la boda de un heredero al trono, el príncipe Tukuulo, sugestivo apelativo, de un país perdido en el puzle de la Unión Soviética, nada menos que Livonia, no me pidan que lo sitúe en el mapa, justo en plena Guerra Fría, trabajo éste enfocado para llenar huecos de su diario vespertino, pero que, al mismo tiempo, es la última posibilidad para el joven Batalla de surgir de la mediocridad profesional. Así que hacia Mallorca viaja Rufo sin ningún entusiasmo y menos claridad de ideas, abriéndose el libro con su supuesta crónica escrita en el más rancio estilo propio del franquismo inicial, ya saben, cuando la más nimia noticia era leída por el abnegado informador como una oda a la más absoluta transcendencia.

Y de esta forma, tan poco convencional, comienza una relación atípica a tres bandas, aunque muy del gusto de Mendoza, entre nuestro Rufo Batalla, un joven cuya máxima aspiración simplemente parece consistir en seguir respirando, el susodicho príncipe Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, Bobby, para los amigos, una especie de pícaro aristócrata que aspira a una utopía y vive del cuento, y su prometida, la futura Queen Isabella, más conocida por nuestro protagonista como Monica Coover. Una relación que cambiará el rumbo de Rufo.

El rey recibe parece que es la primera novela de una trilogía, Las tres leyes del movimiento, que para los estudiosos de ciencias debo aclarar que no son las de Newton, aunque que, seguramente, algo tiene que ver… Y en esta primera entrega se nos va desplegando, como por casualidad, la historia contemporánea, desde los primeros atisbos aperturistas de nuestra dictadura doméstica, quizá a causa de un cierto temor a las posibles salpicaduras del “mayo francés”, pasando por los movimientos “hippies”, aquellos jovenzuelos de ambos sexos con flores en el pelo y humo en la cabeza, o el grito por la igualdad de las comunidades negras de Norteamérica, quienes tuvieron suficiente valor para enfrentarse, a cara descubierta, a los encapuchados del KKK, hasta el asesinato de Carrero Blanco, punto en el que nuestro autor pone el supuesto inicio de la democratización española. Y los lectores todo lo vamos observando a medida que seguimos a Rufo Batalla por sus diferentes etapas: la de periodista de medio pelo, la de ambulante por Berlín y Praga, la de director cuando le piden que se invente una nueva pequeña revista del corazón, o la de emigrante intelectual, cuando trabaja en la Cámara de Comercio española de Nueva York. Al mismo tiempo, percibimos sutilmente la evolución de las relaciones amorosas en una España pacata, pusilánime y atrasada, a medida que somos espectadores de sus devaneos románticos con las diferentes novias que pasan por su vida, relaciones que nunca le llevan a ninguna parte, aunque tampoco parece importarle demasiado. Y todo esto narrado en primera persona por Rufo, en tono de confesión sincera entre amigos.

En esta primera entrega, todavía apreciamos el tufillo que emanaba de cualquier español, que no fuera de clase alta, claro, de las décadas de los sesenta y setenta, una especie de animosidad escéptica y fatalista, a medio camino entre la apatía y la suspicacia, pero disfrazada de la típica alegría hispana que tan cercana estaba al sarcasmo. Veremos qué nos deparan las dos entregas restantes.