Mis labios chocan contra los de ella precipitándose al vacío de forma brusca y atolondrada. Ella se queda rígida, pero no me rechaza. Quizá por la sorpresa, o quizá porque… Bueno, yo aprovecho la situación y la exprimo, saboreando la suavidad de sus labios.

Nada que ver con besar a un hombre, no pincha… no es brusco ni tosco… es dulce y parece reunir más sentido. Coloco mis manos rodeando su rostro para evitar que se me escape. Ella sigue tan estática como un gran pilar de piedra.

Quizá no le esté gustando.

Pero a mí sí.

Y mucho.

Ahora lo entiendo. Ahora lo sé.

Esta sensación sin igual, las mariposas en mi estómago, el frenesí de mi corazón palpitando a toda velocidad. Nunca sentí nada igual besando a un hombre. Pero era lo que debía hacer. Besar a hombres. Enamorarme de hombres. Acostarme con hombres. Eso es lo que la sociedad estipula y nunca me planteé nada que no fuese por el camino normalizado.

Pero aquí y ahora, mientras la beso… me doy cuenta de todas las mentiras, de todos los engaños de mi mente. Todos los “te amo” que nunca surgieron del corazón, todos los gritos en la cama fingidos, ese vacío tan grande cuando me abrazaban.

Nada podía llenarme y ahora entiendo por qué.

Soy lesbiana.

Y muy lesbiana.

Estoy más excitada ahora de lo que lo he estado en toda mi vida.

Pero en ese momento suena de nuevo el teléfono de Ana. Ella se separa con expresión contrariada que intenta disimular mientras sus manos temblorosas buscan el móvil en el interior de su chaqueta.

Descuelga.

  • ¿Sí?

Está tan cerca que escuchó lo que dicen desde el otro lado de la línea.

– ¿Hola? ¿Conoce usted a María García? – Preguntan con voz dubitativa, y siguen… – Verá… le llamo desde el hospital Juan Carlos, de Madrid. Este es el último número marcado con su teléfono.

A Ana le cambia la cara radicalmente. María es su amiga de toda la vida. Alguna vez ha venido por aquí, la he visto alguna vez de hecho.

  • Sí, sí que la conozco. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

Se separa de mí y sale al rellano, la sigo.

– Sí, sí tranquila señora… ella está bien, pero ha recibido un duro golpe en la cabeza. Nada grave, pero pensamos que su familia o amigos debían saberlo. ¿Puede usted venir al hospital? Quizá no sea buena idea que pase las siguientes horas sola.

Ana se muerde el labio, evidentemente no puede ir ¿O sí? Veo en sus ojos cómo estudia sus opciones. Ante la ausencia de respuesta, la mujer de la otra línea añade:

– Había otra llamada, un tal Carlos, ¿Quiere que le llamemos a él mientras usted… decide – dice esto con bastante acritud, – si puede venir o no?

Gruñe y se enfada. Sacude la cabeza, vuelve a morder su labio inferior (algo que me excita mucho) y vuelve a soltar un gruñido.

– Por favor, llámele a él y si él no puede, que es bastante probable, vuelva a llamarme… veré que puedo hacer.

Se despiden y Ana, abochornada da un suspiro tan profundo que debe de haber salido desde lo más recóndito de su ser. Me mira unos instantes y niega.

  • Estoy liada con Manolo.

Suelta, así, ¡Plof! Como si quisiera acabar con todos los problemas de a una y de golpe. Agacho la cabeza y asiento.

  • Lo sé. Desde hace mucho.

Noto su mirada clavada en mi nuca y no lo soporto, me doy la vuelta y tomo aire. Las dos tenemos un sin fin de problemas que se nos van acumulando a nuestras espaldas. Llevo mis manos a mi vientre y siento de nuevo como la ansiedad arde en mis entrañas.

  • Necesito decir esto en voz alta para sentir el peso de la realidad.

– El crío – sí, lo digo con un poco de asco, – no es de Manú, así que supongo que tienes vía libra con él. Que seáis felices.

Aprovechando que seguimos en el rellano, entro en casa y doy un portazo, dejándola a ella en el otro lado.