El volumen de una sombra

Revista digital (www.ancrugon.com)

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  • PENSAMIENTOS: Sobre la caridad.

    La caridad es una de esas virtudes con la piel muy fina, que cuando se fuerza, se resquebraja. En realidad, para que funcione como verdadera eficacia, la persona virtuosa no debería ser consciente de que la está utilizando, de lo contrario, solo servirá para engordar su propio ego.

    La caridad de aquellos a quienes les sobra, simplemente lava conciencias y, en esos casos, sería mucho más eficaz la solidaridad y el compromiso porque les acreditaría en cuerpo y alma por alguna causa. Y es que la caridad se alimenta de la injusticia para poder existir.

    La verdadera caridad va de la mano de la honestidad y conoce a la perfección sus propios límites, pues siempre hay más humildad en recibir que en dar. No humillemos más al pobre echándole una moneda.

    Pero, como siempre, dejemos que otras voces más autorizadas nos den sus propias versiones sobre el tema…

    A los ojos de la caridad no es nunca pequeño el bien que se hace ni el mal que se evita.

    Concepción Arenal

    Aprender a mirar al pobre desde su pobreza, al enfermo desde su enfermedad o al marginado desde su marginación, es el objetivo principal de una caridad bien entendida.

    P. Luis Carlos Aparicio Mesones S.M

    Ayudar al débil es caridad; pretender ayudar al poderoso es orgullo.

    San Gregorio Magno

    Cada acto de caridad es un paso más hacia el cielo.

    Henry Ward Beecher

    Caridad es perdonar, no transigir.

    Manuel Tamayo y Baus

    Con las obras de caridad nos cerramos las puertas del infierno y nos abrimos el paraíso.

    San Juan Bosco

    ¡Cuánto hace gozar la verdadera caridad!

    Madre Maravillas de Jesús

    Cuanto más crece el hombre en la caridad, tanto más elevado se le presenta el ideal y tanto más profunda la diferencia entre su fidelidad y la fidelidad de Dios en amarlo.

    P. Bernhard Häring C.Ss.R.

    ¡Cuántos actos heroicos de caridad se pueden hacer a lo largo del día en las ocupaciones más modestas de cada jornada!

    Santa Teresa del Niño Jesús

    Desconfiemos de los que no hacen caridad más que a Dios.

    Rafael Barrett

    Dios es caridad, y quien permanece en la caridad, permanece en Dios.
    Ama, pues, al prójimo…, y en él verás a Dios…

    San Agustín de Hipona

    Donde no hay caridad no puede haber justicia.

    San Agustín de Hipona

    Donde reina la caridad, ahí está la felicidad.

    Don Bosco

    El amor es la perfección del espíritu y la caridad es la perfección del amor.

    San Francisco de Sales

    El individuo caritativo satisface una necesidad anímica al hacer el bien.

    Friedrich Nietzche

    El progreso verdadero, si nos atenemos a las palabras del Dr. R.R. Marett, es el progreso en caridad, siendo menos importantes que éste, todos los demás adelantos.

    Aldous Huxley

    Encontramos la caridad en el más alto nivel de la conciencia humana.

    Doménico Cien Estrada

    En la caridad el pobre es rico, sin caridad todo rico es pobre.

    San Agustín de Hipona

    En la caridad no hay excesos.

    Francis Bacon

    En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad.

    Santa Clara

    En las cosas necesarias, la unidad; en las dudosas, la libertad; y en todas, la caridad.

    San Agustín de Hipona

    Es justicia, no caridad lo que está deseando el mundo.

    Mary Shelleye

    Estoy en contra de la caridad del tipo cristiano. Pero luego, si veo a un pobre hombre que me conmueve, le doy cinco pesos. Si no me conmueve, se me parece antipático, no le doy nada. Entonces, no se trata de caridad.

    Luis Buñuel

    Faltar a la caridad es como herir a Dios en la pupila de sus ojos. ¿Hay algo más delicado que la pupila del ojo?

    San Pío de Pieltrecina

    Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios.

    SS. Francisco (Lumen Fidei)

    Hay tanta justicia en la caridad y tanta caridad en la justicia que no parece loca la esperanza de que llegue el día en que se confundan.

    Concepción Arenal

    Hay una cosa que siempre nos asegurará el cielo: Los actos de caridad y bondad con los que llenamos nuestra vida.

    Madre Teresa de Calcuta

    Haciendo la caridad, uno no se equivoca nunca.

    San Camilo

    La caridad casi siempre peca por exceso o por defecto: malgasta sus tesoros en un sitio y deja que la gente muera de hambre en otros.

    John Stuart Mill

    La caridad crece dando y dándose.

    Santa Teresa de Ávila

    La caridad comienza donde termina la justicia.

    Padre Alberto Hurtado

    La caridad comienza en mi casa, y la justicia en la puerta siguiente.

    Charles Dickens

    La caridad crea una multitud de pecados.

    Oscar Wilde

    La caridad degrada a aquellos que la reciben.

    George Sand

    La caridad…, de la cual está escrito que “no busca el propio interés”, se entiende así: que prefiere las cosas comunes a las propias y no las propias a las comunes… De ahí que, cuando cuidamos el bien común antes que el propio, tanto conocemos que hemos adelantado en la virtud…

    San Agustín de Hipona

    La caridad empieza en casa, pero no termina allí.

    Thomas Fuller

    La caridad es el centro que une a la comunidad con Dios y con los demás.

    San Vicente de Paúl

    La caridad es el océano del que salen y a donde van a parar todas las demás virtudes.

    Padre Enrique Domingo Lacordaire

    La caridad es la medida con la que el Señor nos juzgará a todos.

    San Pío de Pieltrecina

    La caridad es la medida con la que el Señor nos juzgará a todos.

    San Pío de Pieltrecina

    La caridad es la reina de las virtudes. Como el hilo entrelaza las perlas, así la caridad a las otras virtudes; cuando se rompe el hilo caen las perlas. Por eso cuando falta la caridad, las virtudes se pierden.

    San Pío de Pieltrecina

    La caridad es la única virtud que precisa de la injusticia.

    Jaume Perich

    La caridad es un deber; la elección de la forma, un derecho.

    Concepción Arenal

    La caridad no busca jamás la propia comodidad.

    San Camilo

    La caridad para con Dios se mide por la caridad que se tiene con el prójimo, y ésta roba el Corazón del Señor y el de las criaturas también. 

    Madre Maravillas de Jesús

    La caridad, la paciencia y la ternura son un gran tesoro. Quien lo tiene, lo comparte con los demás.

    SS. Francisco

    La Cáritas es la caricia de la Iglesia a su pueblo, la caricia de la Madre Iglesia a sus hijos, la ternura, la cercanía.

    SS. Francisco

    La caridad solamente debe llenar las grietas de la justicia, pero no los abismos de la injusticia.

    Miguel Delibes

    La esencia de la caridad es hacerse amigo de Dios, en tanto que Él es feliz y la fuente de la felicidad.

    Santo Tomás de Aquino

    La humildad y la caridad van juntas. Una glorifica, la otra santifica.

    San Pío de Pietrelcina

    La murmuración es roña que ensucia y entorpece el apostolado. —Va contra la caridad, resta fuerzas, quita la paz, y hace perder la unión con Dios.

    San Josemaría Escrivá de Balaguer

    La persona que no tiene un corazón caritativo padece del peor de los males cardiacos.

    Bob Hope

    Las obras no son de caridad cuando se hacen por interés.

    Don Bosco

    Lo mejor que puedes dar a tu enemigo es el perdón; a un oponente, tolerancia; a un hijo, un buen ejemplo; a tu padre, deferencia; a tu madre, una conducta de la cual se enorgullezca; a ti mismo, respeto; a todos los hombres, caridad.

    John Balfour

    Mientras que hacemos nuestras buenas obras no debemos olvidar que la verdadera solución radica en un mundo en el que la caridad sea innecesaria.

    Chinua Achebe

    Muchas veces la caridad ha suplido al genio, en los santos; lo contrario nunca ha sucedido.

    Palau

    Nada les unirá más a Dios que la caridad.

    San Camilo

    No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente.

    San Josemaría Escrivá de Balaguer

    No es justo que viva de la caridad de otros quien puede bastarse a sí mismo.

    Don Bosco

    No hagas crítica negativa: cuando no puedes alabar, cállate.

    San Josemaría Escrivá de Balaguer

    Nos ha tocado la mejor herencia: la perla de la caridad.

    San Camilo

    No sospechaba que cuando las almas caritativas intervienen para salvarte el pellejo, a veces es para despellejarte por su cuenta.

    Yasmina Khadra

    Nosotros encendemos el horno para que todo el mundo cueza en el pan. Yo, si vivo, me pasare la vida a la puerta del horno, impidiendo que le nieguen pan a nadie, y menos, por la lección de la caridad, a quien no trajo harina para él.

    José Martí

    Nunca dejemos que alguien se acerque a nosotros y no se vaya mejor y más feliz. Lo más importante no es lo que damos, sino el amor que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso.

    Madre Teresa de Calcuta

    Odiaba la caridad. Incluso cuando la gente pensaba que estaba dando algo libremente, siempre venía con una cadena, un peso que desequilibraba todo.

    Victoria Schwab

    Para que sea fructífera, la caridad debe costarnos un esfuerzo.

    Madre Teresa de Calcuta

    Por la caridad el hombre es puesto en la misma realidad divina haciéndose uno con Él.

    Santo Tomás de Aquino

    Procurad siempre avanzar cada vez más en el camino de la Perfección y abundad siempre más en la caridad.

    San Pío de Pieltrecina

    Qué cosa terrible es la caridad a la que las mujeres pueden llegar. Se ve todo el tiempo… Amor dado a absolutos tontos. El amor es el pabellón de la caridad.

    Lawrence Durrell

    ¿Qué sentido tiene la caridad cuando no se da y se recibe de corazón?

    J.M. Coetzee

    Quien disimula su caridad es doblemente generoso.

    José Narosky

    Quien toma bienes de los pobres es un asesino de la caridad. Quien a ellos ayuda, es un virtuoso de la justicia.

    San Agustín

    Si eres tan miserable, ¿cómo te extraña que los demás tengan miserias?

    San Josemaría Escrivá de Balaguer

    Somos un puñado de hombres con fe, con esperanza y sin caridad.

    Arthur Uslar Pietri

    Te duelen las faltas de caridad del prójimo para ti. ¿Cuánto dolerán a Dios tus faltas de caridad —de Amor— para El?

    San Josemaría Escrivá de Balaguer

    Tener siempre una gran caridad con todos, y nunca particularidades.

    María Mazzarello

    Te preocupas de adornar la Iglesia y no el cuerpo de Cristo que tiene hambre.

    San Juan Crisóstomo

    Tengamos siempre encendida en nuestro corazón la llama de la caridad.

    San Pío de Pieltrecina

    Tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él.

    Jack London

    Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate generosamente.

    Ramiro de Maeztu

    Una sociedad que necesita de la caridad es una sociedad injusta.

    Miguel Gutiérrez

    Vivimos momentos muy comercializados, materialistas y con fines lucrativos donde se pierde el servicio, la solidaridad y hay una voz expansiva al desprecio por todo lo que es caridad y entrega.

    P. Marcelo Rivas Sánchez

  • EFEMÉRIDES: Un día y tres autores de noviembre.

    -Noviembre acabado, invierno empezado.

    -En noviembre deshojas, muchas o pocas.

    -Noviembre tronado, malo para el pastor y peor para el ganado.

    -Noviembre es de estío la puerta del frío.

    -Si noviembre empieza bien, confianza has de tener.

    -Cuídate de los noviembres, y por enero no tiembles.

    Nos encontramos, sin darnos casi cuenta, y es que el tiempo corre que es una barbaridad, en el undécimo mes y el penúltimo del año, pero, como su nombre indica, noviembre (que procede del latín novem “nueve”), no siempre ocupó este lugar, ya que en el calendario romano era el noveno mes. El caso es que, da igual que fuera en el romano o en el gregoriano, noviembre es el mes del otoño por excelencia.

    Para el concurso de este mes hemos elegido un día en particular, que os toca a vosotros adivinarlo, en el cual coincidieron en su nacimiento tres grandes escritores de la literatura mundial. Os daremos algunos datos sobre los mismos y, con ellos, deberéis averiguar varios misterios y, sobre todo, de quiénes estamos hablando. ¿Os atrevéis?… Vamos a ello…

    • PRIMER AUTOR O AUTORA
    • En una de sus obras más populares escribió una frase muy conocida que habla sobre volver de vacío de la caza, pero no precisamente de animalitos inocentes, y en otra, no menos acreditada, dijo que enamorarse y amar no eran lo mismo.
    • A los 28 años fue encarcelado por pertenecer a un grupo intelectual de ideas liberales. Fue condenado a muerte, pero cuando ya iban a llevarlo ante el pelotón de fusilamiento, su pena fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en un lugar no muy acogedor.
    • Tras enviudar de su primera mujer, María, se casó con su taquígrafa, con la que tuvo cuatro hijos y a la que había contratado, especialmente, para dictarle una de sus novelas que trataba sobre una adicción que él mismo sufría, cosa que hizo en tan solo veintiséis días porque le apremiaba la entrega de la misma a la editorial.
    • Nuestro autor estudió en una escuela para ingenieros militares y su afición a la literatura no le surgió hasta los 25 años, tras dos hechos bastante relevantes en su vida.

    PREGUNTAS

    • ¿Cómo eran esas frases y a qué libros correspondían?
    • ¿De qué fue acusado, contra quién y a dónde lo llevaron?
    • ¿Cuál era el nombre de su segunda mujer y a qué era adicto nuestro autor?
    • ¿A qué dos hechos nos referimos?
    • ¿De qué autor estamos hablando?
    • SEGUNDO AUTOR O AUTORA
    • Nuestro segundo autor nació en una ciudad africana porque su padre ejercía de oficial militar de ocupación de aquella zona por parte de su país de origen, pero a los cinco años volvió a Europa.
    • Estudió medicina y ejerció como psiquiatra tanto en un centro de investigaciones científicas como de director de un psiquiátrico escribiendo libros de medicina, ensayos y creación literaria.
    • En su primera novela, y la principal de su creación, su antihéroe Pedro nos muestra, en una especie de epopeya urbana, los bajos fondos de una gran ciudad, como prostíbulos, la miseria de la clase media en un país a medio desarrollo, la vida brutal de las chabolas, aunque también la vida cultural y de la burguesía, con un gran trasfondo ideológico y un enorme valor estético y testimonial.
    • En el plazo de tiempo de casi un año, murieron su esposa y él, ella a los 33 años de edad y él a los 40, ambos de muerte accidental, aunque de su mujer se llegó a sospechar que fuera un suicidio.

    PREGUNTAS

    • ¿En qué ciudad africana nació y a qué ciudad europea marchó?
    • ¿Con qué centro de investigación colaboró y que psiquiátrico dirigió?
    • ¿Cuál es el título de su primera y principal novela?
    • ¿Cómo murieron cada uno?
    • ¿De qué autor estamos hablando?
    • TERCER AUTOR O AUTORA
    • Este autor es uno de los más importantes de su país, pero no nació en él porque su padre trabajaba de diplomático, y así mismo, de las letras universales recibiendo por ello múltiples premios, en España, por ejemplo, le fueron concedidos, entre otros, el Cervantes, el Príncipe de Asturias de las Letras y la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.
    • Aglutinaba sus novelas en grupos, aunque algunas de ellas quedaron sueltas de forma independiente, pero siempre dentro del mismo programa narrativo, dándole al conjunto de su obra un nombre al estilo la Comedia Humana de Honoré de Balzac.
    • En una de sus novelas, tal vez la más conocida, el protagonista, un industrial y político, presenta una visión panorámica de la historia contemporánea de su país desde su lecho de muerte, recordando las etapas más importantes de su vida, incluida su participación en la revolución que cambiaría el destino de su pueblo.
    • A su muerte, se creó en su país un premio literario en su honor, siendo el segundo mejor dotado en castellano después del Planeta, y el cual distingue el conjunto de una obra.

    PREGUNTAS

    • ¿En qué país nació y de qué nacionalidad era?
    • ¿Qué nombre le puso al conjunto de su obra?
    • ¿Cómo se llama esa novela?
    • ¿A qué premio nos referimos?
    • ¿De qué autor estamos hablando?

    PREGUNTA GENERAL

    • ¿En qué día de noviembre y en qué años nacieron nuestros autores del mes?
  • MIS AMIGOS LOS LIBROS:  El cuento de la criada, de Margaret Atwood

    El régimen controla con mano de hierro hasta los más ínfimos detalles de la vida de las mujeres: su alimentación, su indumentaria, incluso su actividad sexual. Pero nadie, ni siquiera un gobierno despótico parapetado tras el supuesto mandato de un dios todopoderoso, puede gobernar el pensamiento de una persona. Y mucho menos su deseo.

    Clasificar a El cuento de la criada dentro del género de ciencia ficción es simplificar mucho las cosas. Es cierto que esta historia es una clara distopía, pero Cuando Margaret Atwood estaba escribiendo esta inquietante e intensa novela, su pensamiento, seguramente, no estaba en un futuro indeterminado, sino en un presente cuyo mañana da miedo, pues tras siglos de luchas por lograr unas reivindicaciones sociales justas, en pocos años, con una globalización a la medida de las grandes multinacionales, unos inmensos medios de comunicación al alcance de todos, cuyas redes no nos acercan a nadie, sino que nos alejan a los unos de los otros cada vez más, una clase política revestida de populismo, incapaz de solucionar los problemas y una crisis calculada e inventada que nos ha metido el miedo en el cuerpo como un nuevo virus sin antídoto, se ha retrocedido más allá de lo que queremos imaginar.

    En un mundo donde la desigualdad es la base indiscutible de la división social, donde se financia la violencia y se da pábulo al terrorismo, donde se distorsiona la educación, pues no se busca gente preparada y culta, sino mentes huecas ávidas de consumir, donde se persigue la razón en beneficio del pensamiento único y la palabra revelada, y la culpa de todo siempre la tiene el diferente, en un mundo así, que es el que tenemos, ¿sería muy difícil que poniendo como excusa la amenaza islamista, se hicieran con el poder unos políticos teócratas y crearan una república de cuyo sistema no se pudiera discutir su intangibilidad?… ¿No lo han hecho en muchos países islámicos, por qué no puede ocurrir lo mismo con alguna secta cristiana?…

    En un presente en el que se siguen creando fronteras, en el que ganan elecciones personas como Bolsonaro o Trump y en el que se sigue matando a las mujeres simplemente porque “era mía”, nada de lo que ocurre en esta novela nos podría extrañar.

    Y si llegase esta situación, ¿cuál sería el colectivo social más perjudicado?… ¿Acaso lo dudáis?… ¿Cuál podría ser si hoy está tan de moda las violaciones como estrategia de guerra, la sumisión al varón por ley en cientos de países y sociedades de todo el planeta y el desprecio más absoluto entre ciertos sectores de pensamiento reaccionario?… Pues las mujeres.

    De la libertad de prensa ya ni hablamos porque con la confusión extendida en los medios donde no podemos discernir entre las noticias falsas de las reales, no creo que les preocupe demasiado.

    Defred ya casi ha olvidado su nombre verdadero, simplemente la conocemos por la preposición “de” más el nombre de su dueño “Fred”, un Comandante al que, como su nuevo nombre parece indicar en inglés, Offred, que bien puede servir para un juego de palabras: offered (ofrecida), está asignada para engendrar descendencia, pues cada mes, cuando Defred está en su punto culminante del ciclo menstrual, debe colocarse entre las piernas abiertas de Serena Joy, una antigua cantantes de gospel bastante fanática de los valores tradicionales y esposa del Comandante, la cual la aferrará de sus manos y el señor de la casa intentará tener una especie de relación sexual con la joven. La libertad de las mujeres en la República de Gilead está completamente restringida. Defred puede salir a comprar, siempre acompañada por otra criada, pero no hablan con casi nadie, pues recelan de todo el mundo y temen ser pilladas en algún desliz, la puerta de su habitación no debe cerrarse nunca completamente y siempre está vigilada por las fuerzas de esta dictadura puritana, “los ojos”. Pero os estoy dando datos que debéis ir descubriendo al leer la novela, así que dejémoslo aquí.

    Atwood pretende avisarnos no de los peligros futuros, sino de lo peligroso que podría ser volver atrás en los avances sociales. El cuento de la criada es una fábula con la pretensión de hacernos ver lo temerario que sería negar de nuevo a las mujeres todas las oportunidades de independencia que han venido reivindicando y consiguiendo en los últimos siglos. Eliminar estos derechos en aras de un ideal religioso, o económico, o político, o lo que sea, sería automatizar y despersonalizar a las mujeres y, por lo tanto, a más de la mitad del género humano.

    Claro que, en esos casos, siempre hay una colaboración de personas del bando oprimido, y esta novela, la total sumisión de las mujeres se consigue gracias al trabajo de una gran cantidad de otras mujeres: las “tías”, las “marthas” y las esposas son el nuevo orden, y aceptan estos roles por diferentes motivos que van desde una sincera creencia en lo que están haciendo, hasta el miedo a las torturas o muerte. Y es así cómo funcionan las dictaduras, usando miembros de los grupos oprimidos para controlar a los suyos, mediante el miedo, la desconfianza y la mentira.

    Pero no solo las mujeres están oprimidas en la República de Gilead, pues los hombres, aunque parezca que tienen más libertad, en realidad ellos también han sido privados de sus derechos y privilegios democráticos, por ejemplo, los “guardianes”, que son quienes aplican las leyes, no tienen derechos civiles y tampoco acceso a una mujer, otros sirven como soldados en guerras interminables, los “ojos”, o espías, están en una situación similar, e incluso los mandatarios pierden la satisfacción por el poder, pues una sociedad opresora, oprime a todos y todos, tarde o temprano, serán víctimas de ella.

    Entonces, llegados a este punto, podemos comprobar cómo existen tres temas centrales en esta historia: La utilización de los cuerpos de las mujeres como instrumento político y el control de la fecundación, reduciéndolas a unas simples máquinas reproductoras en manos y al servicio de unos pocos. El lenguaje como un instrumento del poder, creando títulos y rangos para identificar las diferentes esferas sociales y donde el nombre propio carece de sentido deformando de esa forma la realidad con la finalidad de satisfacer a la élite. Y la complacencia de los oprimidos a cambio de unas migajas de los poderosos.

    Pero a pesar de tanto control, siempre hay algo que no pueden gobernar, ni tan siquiera en nombre de un dios todopoderoso, pues el pensamiento de la persona es libre y sus deseos también… Y siempre quedan los recuerdos para saber quién eres en realidad…

    Atwood no está en contra de las religiones, como se podría pensar leyendo esta novela, sino en el mal uso de las mismas para crear esclavos y eliminar los derechos del ser humano, tampoco es un grito de reivindicación feminista, sino el aviso de algo real y advierte que incluso las mejores sociedades pueden ser derrocadas.

  • LA MÁQUINA DEL TIEMPO: La Guerra de las Dos Rosas, de Conn Iggulden

    La guerra de las Dos Rosas asoló la Inglaterra medieval durante años y es considerada por muchos la inspiradora de la saga de George R. R. Martin, Juego de Tronos. El argumento es el clásico: dos familias enfrentadas, una reina decidida a todo, alianzas cambiantes, intrigas, traiciones, grandes batallas… Esta épica colección de novelas recrea la lucha entre las casas de York y Lancaster en los campos de batalla, en las alcobas, en oscuras mazmorras y en los pasillos del palacio.

    Conn Iggulden es un conocido autor británico de novelas sobre ficción histórica, famoso por sus tres series: Emperador, basada en la vida y hechos de Julio César y la cual consta de cinco libros: Las puertas de Roma, La muerte de los reyes, El campo de espadas, Los dioses de la guerra y La sangre de los dioses. La segunda, cimentada en el adalid mogol Genghis Khan, así mismo con cinco títulos: Lobo de las llanuras, Señores de las flechas, Los huesos de las colinas, Imperio de plata y Conqueror. Y la que nos ocupa, La Guerra de las Dos Rosas.

    Históricamente, La Guerra de las Dos Rosas, la cual se desarrolló entre los años 1455 y 1485, fue una contienda interna entre dos familias por problemas sucesorios a la Corona inglesa, los York, cuyo emblema es una rosa blanca, y los Lancaster, que tienen, a su vez, una rosa roja.

    Pero antes de enfrascarnos en ella, no estaría de más conocer algo de sus preliminares. Eduardo III, perteneciente a la dinastía Plantagenet, murió el 21 de junio de 1377, dejando como heredero a su segundo hijo, Ricardo, el cual contaba con tan solo diez años de edad, pues el primogénito, Eduardo El Príncipe Negro, tenido por un héroe entre los ingleses, murió un año antes, por lo que gobernaron, como regentes, su madre, Juana, y su tío, Juan de Gante. Declarado mayor de edad a los quince años, Ricardo II se enfrascó en la tarea de fundamentar el poder de la monarquía absoluta, a causa de ello tuvo diversos enfrentamientos con la aristocracia feudal de su reino, entre quienes se encontraba su propio tío, Juan de Gante, por lo que exilió a su primo Enrique a tierras de Francia y, a la muerte del padre, les desposeyó de todas sus pertenencias.

    Enterado Enrique de estos hechos, regresa a Inglaterra y se pone al frente de un ejército de nobles, destronando a Ricardo II y coronándose como Enrique IV, iniciándose así la dinastía de la Casa de Lancaster. A él le sucedió en el trono su hijo Enrique V, durante cuyo reinado dio comienzo la Guerra de los Cien años entre Inglaterra y Francia. A éste, Enrique VI, quien solo tenía meses de edad a la muerte de su padre, por lo que el Gobierno lo controlaba un Consejo autorizado por el Parlamento. Durante su reinado, Inglaterra perdió las conquistas conseguidas por Enrique V, y con quien tendría lugar la Guerra de las Dos Rosas.

    La serie consta de cuatro títulos: Tormenta, Trinidad, Estirpe y Amanecer.

    Estamos en la Inglaterra de 1437: Enrique VI tiene ahora la edad suficiente para tomar el trono tras la muerte de su padre 15 años antes. Sin embargo, “The Lamb” (el cordero, como se conoce al joven Henry) no es un hombre fuerte y autoritario como su padre, quien atemorizaba por igual a enemigos y aliados. Enfermizo, débil, profundamente religioso y amante de la paz, Enrique VI delega sus obligaciones en sus hombres de confianza. Sobre todo, en Guillermo de la pole (duque de Suffolk) y en el intrigante Derry Brewster, quienes son la última línea de defensa antes del rey. Ambos depositan muchas esperanzas en el matrimonio de Henry con Margaret de Anjou, lo cual cerraría bastantes heridas con los franceses, sin embargo, no todo parece tener los efectos deseados.

    Durante el transcurso de los hechos narrados en este libro, se nos presentan personajes históricos y otros inventados, pero resultando algunos de ellos de una fuerza y un atractivo que los hace bastante interesantes, como los ya nombrados William de la Pole, quien existió en la realidad, o el peculiar Derry Brewster, una figura de ficción, ambos trabajando, codo a codo, por el buen nombre del rey; también el valiente Thomas Woodchurch, un ex arquero del ejército inglés, cuya lealtad se resquebraja al descubrir la connotaciones del Tratado de Matrimonio y Paz de Enrique y Margarita, o el rebelde Jack Cade, el primero ficticio y el segundo real y bastante conocido en el sur de Inglaterra. Todos, en muchos casos, antagonistas, tienen razones justificadas para actuar como lo hicieron, pero en la novela no se les juzga, sino que simplemente se nos presentan sus actos tal y como fueron para que los lectores saquemos nuestras propias conclusiones.

    En este tomo no encontramos a un desconcertado Enrique VI que ha despertado del estado catatónico que lo alejó de su deber de gobernar – y su derecho a vivir – durante más de un año. Su trabajo ahora es recuperar las riendas de su reino que fue hábilmente gobernado por Ricardo Neville, duque de York, en su ausencia. La esposa de Enrique, Margarita de Anjou, piensa que Ricardo disfrutó tanto de la regencia que está planeando una toma de posesión permanente. El problema más grande es comunicárselo a Enrique, ya que su mente está cada vez más alienada. La tormenta que se avecina está cobrando un impulso amenazador sobre la casa de Lancaster y sobre un rey convaleciente, cuya recuperación sólo puede ser temporal, incluso si vive mucho tiempo, por lo que Margarita decide tomar las riendas de la situación, algo bastante complicado, teniendo en cuenta que es una mujer. Alrededor de la pareja real las familias de los Neville y los Percy se enzarzan en constantes peleas, cometen grandes errores y crean un ambiente opresivo de odio y violencia.

    Margarita de Anjou, apresado su marido, el rey Enrique VI, por las tropas de Ricardo Neville en la batalla de Northampton, se convierte en el fermento de todo lo que se avecina. Reconstruye una facción poderosa con la que oponerse a los York, rescata a su marido, el débil Enrique, y ejecuta a Ricardo de York, el heredero al trono hasta el nacimiento del hijo de Enrique y Margarita. Esto deja a Eduardo, Earl of March, como Duque de York encabezando las fuerzas yorkistas que derrotarán a los Lancaster y se proclamará Rey de Inglaterra, como Eduardo IV, desde marzo de 1461 a octubre de 1470. En estos momentos los ingleses tenían dos cabezas coronadas y dos grandes mujeres enfrentadas y con un inmenso poder: Margarita de Anjou y Elizabeth Woodville.

    Eduardo IV y su hermano Ricardo de Gloucester tienen un enfrentamiento con Ricardo Neville, Earl of Warwick, quien los abandona y cambia de bando, pasando a apoyar a Enrique VI de nuevo. Mientras los hermanos York están reuniendo apoyos en Borgoña, Elizabeth, la esposa de Eduardo, da a luz a su hijo en el Santuario de la Abadía de Westmister. Por su parte, Margarita está también por tierras francesas preparando el regreso de su hijo, el Príncipe de Gales, un muchacho de tan solo catorce años cuya vida se va a encontrar con una inquietante encrucijada. El pobre Enrique VI continúa regresando a una segunda infancia causada por un ataque mental justo cuando él, e Inglaterra, necesitan más de sus facultades.

    En conclusión, La Guerra de las Dos Rosas, es una apasionante serie de cuatro libros que nos introduce en aquel momento de la historia inglesa, con tanta vitalidad, realismo y emoción que, a pesar de saber cómo se desarrolla todo, no podemos dejar de acompañar a unos personajes cercanos, realistas, que nos hacen sentir lo que ellos sienten, temer sus miedos o sonreír con sus esperanzas, al tiempo que vamos repasando unas cuantas páginas del libro de la Historia.

    ¡Felices lecturas!

  • FUNDIDO EN NEGRO: El legado de los espías, de John le Carré.

    Peter Guillam, leal colega y discípulo de George Smiley en los servicios secretos británicos – también conocidos como el Circus –, disfruta de una jubilación en la finca familiar de la costa meridional de Bretaña cuando una carta de una antigua organización lo insta a regresar a Londres.

    “Cada hombre nace como muchos hombres, y muere como uno solo”.

    Heidegger

    En esta ocasión considero que es importante comenzar hablando del autor. Si alguien escribe con autoridad sobre sus temas, es este hombre que antes de escritor fue agente del servicio de inteligencia británico, es decir un espía como los que aparecen en sus novelas.

    John le Carré, cuyo verdadero nombre es David John Moore Cornwell, nació en Poole, Dorset, Inglaterra, el 19 de octubre de 1931. Gran parte de su infancia la pasó en internados a causa del abandono del hogar, por parte de su madre, y del ingreso en prisión por estafador, por parte de su padre.

    Con dieciséis años marcho a Suiza para estudiar en la Universidad de Berna. Allí fue reclutado por el M16, el Servicio de Inteligencia Secreto inglés, también conocido por las siglas SIS, el cual es responsable de las actividades de espionaje del Reino Unido en el exterior. Su trabajo consistía en realizar interrogatorios a los desertores del Este.

    En 1952 se matriculó en la Universidad de Oxford, donde fue acusado de espiar a la comunidad universitaria de extrema izquierda bajo las órdenes del M15, o Servicio de Seguridad.

    Tras graduarse en 1956, trabajó dos años como profesor en Eton College, pero pronto fue llamado por el M15 y posteriormente por el M16, de cuyas experiencias durante esta época publicó su primera novela, en 1961, titulada Llamada para el muerto (Call for the Dead), donde ya aparece el personaje más recurrente de su universo literario, el agente George Smiley. Claro está que el M16 no le permitía publicar con su verdadero nombre, así que con esta novela también aparece su seudónimo, John le Carré.

    Pero el éxito le acudió con su tercera novela, El espía que vino del frío (The Spy Who Came in from the Cold), publicada en 1963 y adaptada para el cine, con el mismo título, dos años más tarde, y cuyo papel protagonista fue interpretado por Richard Burton. Cornwell pidió retirarse del servicio secreto del Gobierno y dedicarse a la escritura a tiempo completo. Desaparecía John Cornwell y llegaba, para quedarse, John le Carré.

    A partir de ese momento comenzaron a aparecer diversos títulos, muchos de los cuales eran adaptados para cine o televisión, como La gente de Smiley (Smiley’s People), con la que la BBC creó una exitosa serie protagonizada por Alec Guiness.

    En total ha publicado más de treinta libros de los que casi la mitad se han adaptado a películas o series, con títulos tan conocidos como: El sastre de Panamá, El jardinero fiel, El topo, El infiltrado, La casa Rusia. La novela que ahora tenemos entre las manos es su último trabajo publicado en el 2017, lo que no está nada mal teniendo en cuenta que la escribió a la edad de 86 años.

    El legado de los espías tiene un protagonista llamado Peter Guillam, un antiguo colaborador de Smiley, casi llegó a ser su mano derecha, su hombre de confianza, pero hace mucho tiempo que está fuera de servicio disfrutando de una vida idílica en su granja de la Bretaña francesa, pues tiene ascendencia bretona por parte de su madre, e inglesa de su padre, quien murió como un héroe infiltrado en la Francia ocupada antes del día D. Por todo ello, la llegada de una carta perturba de forma rotunda su paz. En ella se le convoca inmediatamente a Inglaterra por “una cuestión en la que parece haber jugado un papel importante algunos años atrás”.

    En Londres es recibido por un par de abogados en la nueva sede del servicio secreto. El asunto por el que se le ha llamado es que dos descendientes, un hombre y una mujer, de una pareja de compañeros de los tiempos de la Guerra Fría en la Europa del Este, han amenazado con iniciar una acción judicial por la muerte de sus respectivos padres en una operación de espionaje tras el Muro de Berlín. Para poder defenderse, el servicio quiere retroceder y profundizar en aquella actuación, la cual era la misma que formaba la trama argumental de El espía que venía del frío. Ciertamente, esta intervención concluyó trágicamente con la muerte de Leamas y su amante Gold, padre y madre, por separado, de los querellantes. Y el papel que esperan realice Guillam es que hurgue en su memoria para poder tener claro si aquellas fueron unas muertes heroicas en acto de servicio o, por el contrario, el Servicio Secreto cometió algún error del que se le podría imputar.

    De esta forma, le Carré desarrolla ante nuestros atónitos ojos todo un despliegue de ingeniería literaria para ir navegando, por medio de la memoria, por todo su universo novelado en busca de los momentos precisos capaces de hilvanar una realidad adecuada. Y así se reúnen de nuevo los dos viejos amigos Guillam y Smiley, dos hombres inquebrantables y decentes, aún siendo conocedores de la maldad que supura en el mundo, quienes saben que el precio por perseguir unos ideales puede ser la muerte.

    Quizá el propio le Carré haya querido autorretratarse en este viejo espía que en su vejez busca la verdad perdida a través de los años. Quizá pretenda acercarse a sus tiempos de logros oscuros, callados, pues puede que en su cabeza anide alguna decepción, algún lamento oscuro, alguna duda. Quizá quiera presentarse a un juicio final que le libere de algún conflicto interno. Quizá el “legado” de cualquier espía esté en las noches de insomnio de su vejez.

  • MEZCLANDO COLORES: El impresionismo, por Fe.Li.Pe.

    Antes del impresionismo no había sombras azules.

    Oscar Wilde

    Paraguas, de Renoir

    Es fácil que la mayoría hayáis oído hablar del impresionismo e incluso de alguno de sus representantes, como Monet, Pissarro, Degas, Van Gogh (a pesar de ser un autodidacta), Manet o Renoire, aunque la nómina es mucho más larga, e, incluso, alguno fuera capaz de definirlo como un movimiento artístico surgido en Francia, allá por el siglo XIX y que pudiera recordar alguna pintura como Los girasoles, Las amapolas, Olympia, El almuerzo sobre la hierba o La clase de danza… Pero estoy seguro de que muy pocas personas posean la capacidad de definir con exactitud qué es el impresionismo. Creo que ni los propios impresionistas lo sabrían.

    Sin embargo, el impresionismo posee ciertas características comunes que lo podrían identificar como un movimiento compacto, a pesar de sus múltiples realizaciones. En primer lugar, supuso una ruptura con la tradición de la pintura europea considerada como canónica y magistral, es decir, lo adecuado y, por lo tanto, modelo a seguir. Los impresionistas, al incorporar los nuevos métodos surgidos de las recientes investigaciones científicas sobre la física del color, buscando lograr una representación más exacta del tono y los colores de la realidad, se enfrentaron a la incomprensión de los principios académicos y, por consiguiente, al rechazo de sus obras.

    El impresionismo se puede considerar el primer movimiento claramente moderno en la pintura. Desarrollándose en París en la década de 1860, su influencia se extendió por toda Europa y, eventualmente, por los Estados Unidos. Sus creadores fueron artistas que rechazaron las exposiciones oficiales, sancionadas por el gobierno, o ferias, y por lo tanto fueron refutados por poderosas instituciones artísticas académicas. Los impresionistas apuntaban a capturar el efecto momentáneo y sensorial de una escena, la impresión que los objetos hacen en el ojo en un instante fugaz. Para lograr este efecto, muchos artistas impresionistas se trasladaron del estudio a las calles y al campo, pintando al aire libre.

    Nympheas (1920) de Claude Monet

    El cambio de la metodología provocó un cambio en la mirada, pues la utilización de la pintura en pequeños toques de color puro en lugar de trazos más amplios y el intento de captar el instante de luz, enfatiza la percepción del artista tanto en el tema como en el sujeto. Por esta razón, muchos críticos reprocharon las pinturas impresionistas por su apariencia inacabada y la calidad aparentemente amateur.

    El paisaje pasa a ser el tema principal y, cuando aparecen figuras humanas, son un pretexto para dar valor a la extensión descrita. El color blanco para la luz y el negro para las sombras dejan de utilizarse, creándose esos efectos a partir de los diferentes matices de los distintos colores. Y en lienzo desaparece el punto de fuga, dejándose la perspectiva en función de la mirada del observador sobre las diferentes capas.

    La hora del baño (1904) de Joaquín Sorolla

    Es decir, en el estilo impresionista el artista intenta capturar la imagen de un objeto como cuando alguien lo ve si simplemente lo mira. Sus cuadros son explosiones de color, de luz y movimiento. Los impresionistas aspiraban a ser pintores de lo real y a extender su gama de temas en sus pinturas, como las terrazas de los bares, las estaciones de ferrocarril, los amplios bulevares, escenas de cabarets, los reflejos sobre el agua… alejándose de las representaciones de formas idealizadas y de la simetría perfecta y concentrándose en el mundo tal como lo veían, imperfecto de muchas maneras. Tal vez la idea impresionista principal fue capturar una fracción de segundo de la vida, un momento efímero del tiempo en el lienzo: la impresión. Partían de la base científica de que lo percibido por el ojo y lo que entiende el cerebro son dos cosas diferentes, por eso, ellos intentaron captar lo primero, los efectos ópticos de la luz, para transmitir el paso del tiempo, los cambios en el clima y otros cambios en la atmósfera en sus lienzos. Su arte no dependía necesariamente de representaciones realistas.

    Pero, como siempre ocurre, cuando el tronco se desarrolla, comienzan a salirle las ramas, y mientras que el término impresionista cubriría la parte central de este movimiento durante gran parte de ese tiempo, no tardaron en aparecer nuevas extensiones donde se agrupaban las obras realizadas por diferentes métodos, así llegaron el puntillismo, el art Nouveau y el fauvismo, todos desarrollados desde el propio impresionismo.

    Le palais de Papes, Avignon (1900) de Paul Signac

    Puntillismo es la técnica que usa muchos pequeños puntos de color para dar a una pintura una mayor sensación de vitalidad cuando se ve desde la distancia. Los puntos de igual tamaño nunca se fusionan en la percepción del espectador, resultando un efecto brillante. Uno de sus principales representantes fue Seurat, quien formó parte del movimiento neo-impresionista junto con Pissarro, Gauguin, Matisse, Toulouse-Lautrec o Signac, y todos recorrieron el proceso hacia el puntillismo.

    Flores amarillas, de Van Gogh

    Pero ¿cómo comenzó todo? ¿Cuál fue el detonante de este cambio?  Pues, curiosamente, el primer paso lo dio un pintor plenamente realista, Gustav Courbet, quien llevado por su ideología cercana al socialismo revolucionario y por su manifiesto enfrentamiento al pensamiento academicista artístico y literario, pues él pensaba que la misión del pintor realista era reflejar las escenas de la vida cotidiana en sus lienzos, en lugar de los desnudos idealizados y representaciones gloriosas de la naturaleza que eran los temas recurrentes de sus coetáneos, ya que Francia estaba gobernada por un régimen opresivo cuya política abocaba a gran parte de la población a vivir en una enorme pobreza, enfrentamiento éste que le llevó a sufrir el rechazo del jurado de la Exposición Universal de París de 1855 hacia algunas de sus obras, en vista de lo cual decidió abrir una exposición individual en las cercanías al Campo de Marte con el título de El pabellón del Realismo, lo que descubrió una nueva vía para que los artistas comenzasen a promocionar sus creaciones por sí mismos y al margen del estamento oficial.

    Le déjeuner sur l’herbe (1863) de Manet

    El segundo paso llegó en 1863, en el salón de arte anual, el evento más importante del mundo del arte francés, causado por no permitir la participación de un gran número de artistas, lo que provocó protestas públicas. El mismo año, el Salon des Refusés, en respuesta a esta provocación, se permitió la exhibición de obras de artistas a los que anteriormente se les había negado la entrada al salón oficial. Algunos de los expositores fueron Paul Cézanne, Camille Pissarro, James Whistler y el antiguo iconoclasta Édouard Manet. Aunque promovida por las autoridades y sancionada por el emperador Napoleón III, la exposición de 1863 causó un escándalo, en gran parte debido a los temas y estilos poco convencionales de obras como Le déjeuner sur l’herbe (1863) de Manet, que presentaba hombres vestidos y mujeres desnudas, pero no en un desnudo clásico, sino natural, disfrutando de picnic de la tarde.

    Olympia (1863) de Manet

    Édouard Manet fue uno de los primeros y más importantes innovadores en aparecer en la escena de la exposición pública en París. Aunque creció admirando a los maestros antiguos, comenzó a incorporar un estilo de pintura innovador y más holgado y una paleta más brillante a principios de la década de 1860. También comenzó a centrarse en imágenes de la vida cotidiana, como escenas en cafés, tocadores de señoras o en la calle. Su estilo anti académico y sus sujetos de atención más modernos pronto atrajeron la atención de artistas al margen e influyeron en un nuevo tipo de pintura que divergiría de los estándares del salón oficial. Al igual que Le déjeuner sur l’herbe, sus otros trabajos, como Olympia (1863), dieron a los grupos emergentes ideas para representar lo que anteriormente no era considerado digno del arte.

    Los bebedores de absenta, Degás

    Los pintores impresionistas gustaban de reunirse en los cafés parisinos donde discutían de pintura o sobre el arte en general. Uno de los más concurridos fue el Café Guerbois en Montmartre, frecuentado por Manet, Renoir, Sisley, Monet, Degas, Cézanne, Pissarro, Caillebotte y Bazille. A ellos se les juntaban otras personalidades del mundillo creativo, como escritores, sobre todo Emile Zola, críticos y fotógrafos, como Nadar. Estas reuniones eran un conjunto de lo más variopinto tanto en niveles económicos como en puntos de vista políticos, por ejemplo, Monet, Renoir y Pissarro tenían antecedentes de clase baja y trabajadora, mientras que Morisot, Caillebotte y Degas tenían raíces de la alta burguesía. O, por otro lado, Mary Cassatt era mujer y estadounidense y Alfred Sisley era anglo-francés.

    Moulin Rouge (1890) de Henri de Toulouse-Laoutrec

    Aunque al principio todavía no les unía ningún estilo en particular, el nuevo grupo compartió un sentido general de antipatía hacia los estándares académicos dominantes de las bellas artes, y decidió unirse en el grupo Société Anonyme des Artistes Peintres, Sculpteurs, Graveurs, etc. En general, todos los pintores tuvieron un éxito financiero muy limitado y pocos trabajos aceptados en las exposiciones de salones en París. Así que realizaron una exposición alternativa en 1874 en el estudio del fotógrafo Felix Nadar. No fue hasta la tercera exposición en 1877 que comenzaron a llamarse a sí mismos los impresionistas. Si bien su primera exposición recibió una atención pública limitada y la mayoría de las ocho exposiciones que se realizaron en realidad costaron dinero en lugar de ganarlo, sus muestras posteriores atrajeron a un gran público, con una asistencia de miles de personas. A pesar de la atención, la mayoría de los miembros del grupo vendieron muy pocas obras en todos los años en que se realizaron las exposiciones, y algunos de los artistas fueron increíblemente pobres durante muchos de estos años.

    Une baignade à Asniéres (1883) de Georges Seurat

    Curiosamente el nombre les vino dado por una crítica hostil del comentarista francés Louis Leroy, quien, tras visitar la primera gran exposición de 1874, acusara al grupo de pintar nada más que impresiones. Sin embargo, los artistas, quienes se referían a sí mismos como los “independientes”, en vez de sentirse ofendidos, adoptaron el término y pasaron a denominarse “impresionistas”, aunque sus estilos practicados variaban considerablemente, pero les unía un interés común en la representación de la percepción visual, basada en impresiones ópticas fugaces, y el enfoque en lo efímero.

    Impresión. Salida del sol (1873) de Claude Monet
    La clase de danza, Degas

    Tal vez el pintor más célebre de los impresionistas sea Claude Monet. Se hizo popular entre sus compañeros por su dominio de la luz natural y por pintar el mismo tema en diferentes momentos del día en un intento de capturar las condiciones cambiantes. Solía pintar impresiones simples o sutiles de sus sujetos, utilizando pinceladas muy suaves y colores sin mezcla para crear un efecto de vibración natural, como si la naturaleza misma estuviera viva en el lienzo. No esperaba a que la pintura se secara antes de aplicar capas sucesivas, esta técnica conocida como “mojado en mojado” producía bordes más suaves y borrosos que sugerían un plano tridimensional, en lugar de representarlo de manera realista. La técnica de Monet de pintar al aire libre se practicó ampliamente entre los impresionistas. Heredado de los pintores paisajistas de la Escuela Barbizon, este enfoque condujo a innovaciones en la representación de la luz solar y el paso del tiempo, que eran dos motivos centrales de la pintura impresionista. Si bien Monet se asocia en gran parte con la tradición del aire, Berthe Morisot, Camille Pissarro, John Singer Sargent, Alfred Sisley y otros, también pintaron en el exterior para crear sus lúcidas representaciones de la fugacidad del mundo natural.

    Otros impresionistas, como Edgar Degas, estaban menos interesados en pintar al aire libre y rechazaron la idea de que la pintura debería ser un acto espontáneo. Considerado un dibujante y retratista altamente cualificado, Degas prefería las escenas interiores de la vida moderna: personas sentadas en cafés, músicos en un foso de orquesta, bailarines de ballet que realizan tareas mundanas en el ensayo. También tendió a delinear sus formas con mayor claridad que Claude Monet y Camille Pissarro, usando líneas más duras y pinceladas más gruesas.

    Moulin de la Gallette (1876) de Pierre-Auguste Renoir

    Del mismo modo, otros artistas como Pierre-Auguste Renoir, Berthe Morisot y Mary Cassatt se centraron en la figura y la psicología interna del individuo. Renoir, conocido por su uso de colores vibrantes y saturados, describió las actividades diarias de individuos de su vecindario de Montmartre y, en particular, retrató los pasatiempos sociales de la sociedad parisina. Sin embargo, Renoir, como Morisot y Cassatt, también pintaban al aire libre, enfatizaba los atributos emocionales de sus sujetos, utilizando pinceladas ligeras y sueltas para resaltar la forma humana.

    The Cradle, Morisot

    Morisot, la primera mujer en exponer con los impresionistas, se centró en la figura femenina y la vida privada de las mujeres en la sociedad de finales del siglo XIX, creando composiciones ricas que destacaban la esfera íntima, altamente personal, de la sociedad femenina y a menudo enfatizando el vínculo materno entre la madre y el niño en pinturas como The Cradle (1872). Junto con Mary Cassatt, Eva Gonzales y Marie Bracquemond, fue considerada una de las cuatro figuras femeninas centrales del movimiento.

    Cassatt, una pintora estadounidense que se mudó a París en 1866 y comenzó a exponer con los impresionistas en 1879, se centró en el círculo privado del hogar, pero también representó a la mujer en los espacios públicos de la ciudad recién modernizada, como en su pintura En el palco (1879). Su trabajo presenta una serie de innovaciones, incluida la reducción del espacio tridimensional y la aplicación de colores brillantes e incluso llamativos en sus pinturas, que anunciaron desarrollos posteriores en el arte moderno.

    En el palco (1879) de Mary Cassatt

    Gran importancia tuvo la renovación urbana por parte del barón Georges-Eugène Hausmmann realizada en París durante la década de 1860, buscando modernizar la ciudad y centrándose en la construcción de amplios bulevares, que pronto se convirtieron en el centro de la actividad social pública y que produjo la figura del “flaneur” (holgazán), un caballero ocioso que paseaba por las calles de la ciudad, observándolo todo, pero totalmente aislado de la multitud, actitud esta de desapego que estaba estrechamente asociado con la modernidad y el aislamiento del individuo dentro de la metrópoli, algo que también plasmarían muchos impresionistas en sus obras.

    Paris, Rainy Day (1877) de Gustave Caillebotte

    Estos temas de urbanidad aparecen en el trabajo de Gustave Caillebotte, un defensor tardío del movimiento impresionista, que se centró en las vistas panorámicas de la ciudad y la psicología de sus ciudadanos. Aunque con un estilo más realista que otros impresionistas, las imágenes de Caillebotte como Paris, Rainy Day (1877) representan la reacción del artista ante la naturaleza cambiante de la sociedad moderna, mostrando un “flaneur” en su característico abrigo negro y sombrero de copa, paseando por el espacio abierto de El bulevar contemplando a los transeúntes.

    Boulevard des Capucines (1873) de Monet

    Otros impresionistas describieron las fugaces impresiones y movimientos de la metrópolis en paisajes urbanos como el Boulevard des Capucines (1873) de Monet o The Boulevard Montmarte, Afternoon (1897) de Pissarro. De manera similar, estas obras enfatizan la disposición geométrica del espacio público a través de la delineación cuidadosa de edificios, árboles y calles. Al aplicar pinceladas crudas y rayas de color impresionistas, evocan el ritmo rápido de la vida moderna como una faceta central de la sociedad urbana de finales del siglo XIX.

    The Boulevard Montmarte, Afternoon (1897) de Pissarro

    Pero sería un marchante de arte, Paul Durand-Ruel, quien llevaría al movimiento impresionista a sus mayores cotas de aceptación y gloria al llevar estas obras a las galerías de los Estados Unidos de América a finales de la década de 1880, exhibiéndolas por las principales ciudades, como Nueva York, Filadelfia o Chicago y vendiendo, en pocos días, mucho más de lo que hasta entonces se había vendido en Europa, disparándose los precios de las mismas hasta diez veces más del que tenían al principio, convirtiendo, por ejemplo, en millonario a Monet, y creando un interés enorme entre los artistas americanos que en grupos comenzaron a llegar a Francia para aprender de los artistas locales, principalmente de Monet.

    Still Life with Fruit Basket by Cezanne.jpg

    Pero con el paso del tiempo los estilos fueron evolucionando y llegamos a Paul Cézanne, quien fue el artista puente entre el impresionismo y el posimpresionismo, así como Manet lo fue en su tiempo entre el realismo y el impresionismo. Cézanne, con sus pinceladas amplias y repetitivas, se acercó más hacia la estructura de las formas, deseando descomponer los objetos en sus componentes geométricos básicos y representar solo lo esencial. De aquí al cubismo de Picasso y Braque solo había un paso.

    La débâcle (1892) de Theodore Robinson
  • MYTHOS Y LOGOS: El Diluvio universal

    Como ya os adelantamos en el número anterior, en esta ocasión vamos a comentar algo sobre el segundo mito que aparece en la novela de Javier Sierra, El ángel perdido, es decir, nos centraremos en el Diluvio universal, sobre el que, al igual que ocurría con el anterior de Los ángeles, podrían escribirse bibliotecas completas, y de hecho las debe haber ya escritas, por lo que intentaremos hacer un somero, aunque lo más completo posible, artículo sobre el tema, sabiendo de antemano que se nos quedarán muchos más olvidos que constancias.

    El mito del diluvio, o de la inundación, alude a una gran devastación enviada sobre los humanos por una deidad, o deidades, en forma de agua para castigarles a causa de sus desvíos del camino establecido. Este es un tema que, a pesar de ser más conocido por medio de La Biblia o El Corán, está ampliamente extendido entre muchas y diversas culturas, como las historias tradicionales de Manu, en la cultura hindú, de Deucalion, en la mitología griega, o en la Epopeya de Gilgamesh, y muchas más desplegadas por todo el planeta.

    La primera leyenda aparecida en el tiempo sobre un diluvio está contenida en un fragmento del mito de la creación sumeria, llamado El Eridu Génesis, hallado por el historiador danés Thorkild Jacobsen, en un trozo de tableta datada alrededor de 1600 años a.C. y encontrada en unas excavaciones de la antigua ciudad sumeria de Nippur, en el actual Irak. La historia en ella escrita cuenta cómo el dios Enki advierte a Ziududra (“El que vio la vida” o también conocido como Atrahasis), de la decisión de los dioses de destruir a la humanidad mediante un diluvio, pues se han convertido en una raza impía. Sin embargo, Enki le da instrucciones a Ziusudra para que construya una gran nave donde se cobijen su familia y los animales. Una vez pasado el diluvio, tras siete días y siete noches de constantes lluvias, se les deja repoblar de nuevo la tierra.

    La Epopeya babilónica de Gilgamesh también procede de la zona mesopotámica entre los ríos Tigris y Éufrates, región ésta bastante propensa a las inundaciones, incluso en nuestros días, y se podría fechar en fechas similares a la leyenda anteriormente comentada de la que se dice que fue en parte copiada. En ella, Gigalmesh va en busca de la inmortalidad y llega a Dilmun, una especie de paraíso, donde conoce a Ea (el Enki anterior), quien le advierte sobre el plan de los dioses para destruir la vida en la faz de la Tierra mediante un diluvio y le aconseja que construya un barco en el que pudieran salvarse su familia, sus amigos, su riqueza y el ganado.

    En la tradición judeocristiana aparece la versión más conocida del diluvio universal, contenida en el Libro de Génesis (del griego γέvεσιϛ “origen”), es el primer libro de la Biblia hebrea (Tanaj) y del Antiguo Testamento. Su fecha de escritura es desconocida y nos relata que Dios creo un mundo bueno y conveniente para el desarrollo del ser humano, pero cuando éstos se corrompen con el pecado, decide destruir su creación, salvando solamente a Noé y su familia:

    GÉNESIS 6:

    1 Y acaeció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, 2 y viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí esposas, escogiendo entre todas. 3 Y dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; y serán sus días ciento veinte años. 4 Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después que se unieron los hijos de Dios a las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de renombre. 5 Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal. 6 Y se arrepintió Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y le pesó en su corazón. 7 Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho. 8 Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová. 9 Estas son las generaciones de Noé: Noé, varón justo, era perfecto en su generación; con Dios caminó Noé. 10 Y engendró Noé tres hijos: a Sem, a Cam y a Jafet. 11 Y se corrompió la tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia. 12 Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida, porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. 13 Y dijo Dios a Noé: El fin de toda carne ha venido delante de mí; porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y he aquí que yo los destruiré junto con la tierra. 14 Hazte un arca de madera de gofer; harás aposentos en el arca, y la calafatearás con brea por dentro y por fuera. 15 Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud del arca, de cincuenta codos su anchura y de treinta codos su altura. 16 Una ventana harás al arca, y la acabarás a un codo de elevación por la parte de arriba y pondrás la puerta del arca a su lado; y le harás piso bajo, segundo y tercero. 17 Y yo, he aquí, yo voy a enviar un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá. 18 Mas estableceré mi convenio contigo, y entrarás en el arca tú, y tus hijos, y tu esposa y las esposas de tus hijos contigo. 19 Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo; macho y hembra serán. 20 De las aves según su especie, y de las bestias según su especie, de todo reptil de la tierra según su especie, dos de cada especie vendrán a ti para que tengan vida. 21 Y toma contigo de todo alimento que se come y almacénalo; y servirá de alimento para ti y para ellos. 22 Y lo hizo Noé; así hizo conforme a todo lo que Dios le mandó.

    GÉNESIS 7:

    1 Y Jehová dijo a Noé: Entra tú y toda tu casa en el arca, porque he visto que tú eres justo delante de mí en esta generación. 2 De todo animal limpio tomarás siete parejas, macho y su hembra; mas de los animales que no son limpios, una pareja, macho y su hembra. 3 También de las aves de los cielos siete parejas, macho y hembra, para conservar viva la especie sobre la faz de toda la tierra. 4 Porque pasados aún siete días, yo haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches; y a todo ser viviente que hice raeré de sobre la faz de la tierra. 5 E hizo Noé conforme a todo lo que le mandó Jehová. 6 Y era Noé de seiscientos años cuando el diluvio de las aguas vino sobre la tierra. 7 Y entró Noé en el arca, y con él sus hijos, y su esposa y las esposas de sus hijos, por causa de las aguas del diluvio. 8 De los animales limpios, y de los animales que no eran limpios, y de las aves y de todo lo que se arrastra sobre la tierra, 9 de dos en dos entraron con Noé en el arca, macho y hembra, como mandó Dios a Noé. 10 Y sucedió que al séptimo día las aguas del diluvio vinieron sobre la tierra. 11 El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del gran abismo, y las compuertas de los cielos fueron abiertas. 12 Y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. 13 En este mismo día entraron en el arca Noé, y Sem, y Cam y Jafet, hijos de Noé, la esposa de Noé y las tres esposas de sus hijos con él; 14 ellos, y todos los animales silvestres según sus especies, y todos los animales domésticos según sus especies, y todo reptil que se arrastra sobre la tierra según su especie, y toda ave según su especie, todo pájaro, toda especie alada. 15 Y vinieron a Noé al arca, de dos en dos, de toda carne en que había espíritu de vida. 16 Y los que vinieron, macho y hembra de toda carne vinieron, como le había mandado Dios; y Jehová cerró la puerta tras él. 17 Y fue el diluvio cuarenta días sobre la tierra; y las aguas crecieron y alzaron el arca, y se elevó sobre la tierra. 18 Y prevalecieron las aguas y crecieron en gran manera sobre la tierra; y flotaba el arca sobre la faz de las aguas. 19 Y las aguas prevalecieron mucho sobre la tierra; y todos los montes altos que había debajo de todos los cielos fueron cubiertos. 20 Quince codos más alto prevalecieron las aguas; y fueron cubiertos los montes. 21 Y murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado, y de bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra y todo hombre. 22 Todo lo que tenía aliento de espíritu de vida en sus narices, todo lo que había en la tierra, murió. 23 Así fue destruido todo ser viviente que había sobre la faz de la tierra, desde el hombre hasta la bestia, y los reptiles y las aves del cielo; y fueron raídos de la tierra; y quedaron solamente Noé y los que con él estaban en el arca. 24 Y prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días.

    GÉNESIS 8:

    1 Y se acordó Dios de Noé, y de todos los animales y de todas las bestias que estaban con él en el arca; e hizo pasar Dios un viento sobre la tierra, y disminuyeron las aguas. 2 Y se cerraron las fuentes del abismo y las compuertas de los cielos; y la lluvia de los cielos fue detenida. 3 Y las aguas bajaron gradualmente de sobre la tierra; y decrecieron las aguas al cabo de ciento cincuenta días. 4 Y reposó el arca en el mes séptimo, a los diecisiete días del mes, sobre los montes de Ararat. 5 Y las aguas fueron decreciendo hasta el mes décimo; en el décimo, al primero del mes, se descubrieron las cimas de los montes. 6 Y sucedió que al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana del arca que había hecho 7 y envió un cuervo, el cual salió y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron de sobre la tierra. 8 Envió también una paloma, para ver si las aguas se habían retirado de sobre la faz de la tierra; 9 y no halló la paloma dónde sentar la planta de su pie y volvió a él, al arca, porque las aguas estaban aún sobre la faz de toda la tierra; entonces él extendió la mano y, tomándola, la hizo entrar consigo en el arca. 10 Y esperó aún otros siete días y volvió a enviar la paloma fuera del arca. 11 Y la paloma volvió a él a la hora de la tarde, y he aquí que traía una hoja de olivo en el pico; y entendió Noé que las aguas se habían retirado de sobre la tierra. 12 Y esperó aún otros siete días y envió la paloma, la cual ya no volvió más a él. 13 Y sucedió que en el año seiscientos uno de Noé, en el mes primero, al primero del mes, las aguas se secaron de sobre la tierra; y quitó Noé la cubierta del arca y miró, y he aquí que la faz de la tierra estaba seca. 14 Y en el mes segundo, a los veintisiete días del mes, se secó la tierra. 15 Y habló Dios a Noé, diciendo: 16 Sal del arca tú, y tu esposa, y tus hijos y las esposas de tus hijos contigo. 17 Todos los animales que están contigo de toda carne, de aves y de bestias y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra sacarás contigo; y vayan por la tierra, y fructifiquen y multiplíquense sobre la tierra. 18 Entonces salió Noé, y sus hijos, y su esposa y las esposas de sus hijos con él. 19 Todos los animales, y todo reptil y toda ave y todo lo que se mueve sobre la tierra según sus especies salieron del arca. 20 Y edificó Noé un altar a Jehová, y tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocausto en el altar. 21 Y percibió Jehová olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre, porque la intención del corazón del hombre es mala desde su juventud; ni volveré más a destruir a todo ser viviente, como he hecho. 22 Mientras permanezca la tierra, la siembra y la siega, y el frío y el calor, y el verano y el invierno, y el día y la noche no cesarán.

    Dos libros no canónicos, Enoc y Jubileos, ambos posteriores a Génesis, contienen ciertas explicaciones para este libro. En el primer libro de Enoc se asegura que Dios envió el diluvio para librar a la Tierra de los Nephilim, es decir, de los hijos de los Grigori, o ángeles observadores enviados por Dios a la Tierra, y las hembras humanas (Génesis 6: 1-5). Por su parte, el libro de los Jubileos es una elaboración del relato del Génesis obsesionado con la cronología, por ejemplo, defiende la idea de que la historia se basa en un ciclo de 49 años, el “jubileo” bíblico.

    Este episodio también aparece en el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, concretamente en la Sura 54, entre los versículos del 9 al 15:

    9. Antes de ello, ya el pueblo de Noé había desmentido. Desmintieron a Nuestro siervo y dijeron: “¡Un poseso!”, y fue rechazado. 10.  Entonces, invocó a su Señor. “¡Estoy vencido! ¡Defiéndete!” 11. Abrimos las puertas del cielo a una lluvia torrencial 12. y en la tierra hicimos manar fuentes. Y el agua se encontró según una orden decretada. 13. Le embarcamos en aquello de planchas y de fibras, 14. que navegó bajo Nuestra mirada como retribución de aquél que había sido negado. 15. La dejamos como signo. Pero ¿hay alguien que se deje amonestar?

    Aunque el Corán cuenta una historia similar a la relatada por la tradición judeocristiana con muy pocas diferencias, por ejemplo, que uno de los cuatro hijos de Noah (Noé) y su esposa se negaron a entrar en el arca pensando que sobrevivirían al diluvio por sí mismos, o que el arca encalló en el monte Judi, cerca de Mosul (Irak), en vez de hacerlo en el monte Ararat (Turquía).

    Pero no solamente se habla de un diluvio en esta parte de Asia, sino también en la antigua cultura china existen muchas leyendas sobre inundaciones. Algunas de ellas parecen referirse a un diluvio mundial, sin embargo, la mayoría solo hablan de inundaciones locales o regionales que se basan en hechos históricos totalmente contrastados, teniendo en cuenta que, como en el caso de Mesopotamia, igualmente las primeras civilizaciones chinas se concentraron en las orillas de los ríos, en especial del Huan He, o río Amarillo, pero otras son más épicas y nos hablan de hombres capaces de dominar esas avenidas enfrentándose a dioses hostiles de la naturaleza. Así, podemos nombrar el Shujing, o “Libro de la Historia”, escrito alrededor de 500 años antes de nuestra era, aunque la leyenda que narra está ubicada sobre el año 2348 a.C., en cuyos primeros capítulos se habla del Emperador Yao, quien tuvo que enfrentarse a la llegada de las aguas que “llegan hasta los cielos”. Entonces interviene el héroe Da Yu, que fue capaz de controlar estas inundaciones y luego fundó la primera dinastía china. En otras historias se nombra a una mujer llamada Nüwa, la cual repara los cielos rotos tras una gran inundación, repoblando seguidamente el mundo.

    Una vieja tradición de la India cuenta una leyenda donde se dice que el primer avatar de Vishnu fue Matsya, es decir, un pez que salvó a la humanidad. La cosa fue así: un antiguo rey llamado Manu se estaba lavando las manos en el río un pequeño pez le rogó que le salvase la vida. El rey lo recogió entre sus manos y los colocó en un frasco, donde el pececito creció, por lo que lo depositó primero en un estanque, luego en un río y finalmente en el mar. Este pez, agradecido, le avisó de en una semana llegaría un gran diluvio que destruiría toda la vida. Entonces Manu construyó un bote donde guardó muchas “semillas de la vida” y que el pez remolcó hasta la cima de una montaña cuando las aguas cubrieron la Tierra.

    En las leyendas de las tribus aborígenes que habitan en las islas de Adamán, un archipiélago situado en el golfo de Bengala y perteneciente a la India, las personas se volvieron negligentes y se olvidaron de los mandatos que se les dieron en la creación, por lo que Puluga, el dios creador, dejó de visitarles y, sin previa advertencia, envió un diluvio devastador sobre el planeta. Solo cuatro personas sobrevivieron a tal enorme catástrofe: dos varones, Loralola y Poilola, y dos hembras, Kalola y Rimalola, de quienes descienden todos los humanos.

    En la Península Malaya habita un pueblo de indígenas llamado los Temuan, quienes también tuvieron su castigo, a causa de sus pecados, en forma de “celau”, o “tormenta de castigo”, pues sus dioses y antepasados estaban muy enojados. Solo dos tribus de este pueblo, los Mamak y los Inak Bungsuk, sobrevivieron al encaramarse en el árbol Eaglewood, que crecía en la Montaña Real, por lo que este lugar es venerado como la verdadera cuna de los Temuan.

    El pueblo Batak de Indonesia asegura que la Tierra descansa sobre la espalda de una serpiente gigante, la Naga-Padoha. Un buen día, esta serpiente, cansada de cargar sobre sí tanto peso, se sacudió y lanzó la Tierra al mar. Sin embargo, el dios Batara-Guru salvó a su hija al enviar una montaña sobre las aguas y toda la humanidad descendió de ella. Como castigo, la Tierra fue recolocada sobre la serpiente, pero esta vez, en su cabeza.

    Los aborígenes australianos de la rivera del río Murray, en los estados de Nueva Gales del Sur y Victoria, donde se producen frecuentes ciclos de inundaciones que palían las insistentes sequías, relatan la leyenda de una enorme rana de la “época de los sueños” que se bebía toda el agua del mundo y la única manera de que no ocurriera era hacerle reír. Por ello, un día, todos los animales de Australia se reunieron e intentaron, por turnos, hacer reír a la rana, pero solo la anguila tuvo éxito: la enorme rana abrió sus ojos adormecidos, su deforme cuerpo sufrió un estremecimiento, se relajó su rostro y, por fin, estalló en una estruendosa carcajada, brotando el agua de su boca en grandes cantidades hasta provocar una inundación, llenando los ríos y anegando las tierras, solo las cimas de las montañas, como pequeñas islas, eran visibles. Muchos animales y humanos perecieron ahogados, pero un pelícano, totalmente negro, se pintó con arcilla blanca y fue rescatando a todo ser vivo que veía depositándolos sobre las montañas. Desde entonces los pelícanos tienen su plumaje blanco y negro.

    Al sur de esta gran isla está el archipiélago de Nueva Zelanda, donde se habla de la tradición de los Ngati Porou, una tribu maorí de la costa de la Isla Norte, en la que Ruatapu, el segundo hijo del jefe Uenuku, se enojó con su padre porque éste había reconocido a su hermanastro más joven, Kahutia–te–rangi. Ruatapu atrajo a Kahutia-te-rangi y a sus amigos, una gran cantidad de jóvenes de las familias más notables de la sociedad maorí, hacia su canoa y los llevó mar adentro con intención de ahogarlos. Luego pidió a los dioses que destruyeran a sus enemigos, pero éstos le enviaron las grandes olas del comienzo del verano inundándolo todo. Pero Kahutia-te-rangi, mientras luchaba desesperadamente por mantenerse en vida, recitó un encantamiento invocando a las paikea, las ballenas jorobadas del sur, que lo llevaron a tierra y fue el único superviviente.

    Otra historia sobre diluvios neozelandesa se basa en la leyenda de Tawhaki que, al ser el más guapo de la tribu, hace brotar las envidias de sus primos, quienes le dan una buena paliza y lo abandonan creyéndolo muerto, sin embargo, cuando se recupera, decide vengarse y causa una inmensa inundación que destruye las aldeas de sus agresores, repoblando con su gente aquellas tierras, Tras la llegada de los europeos, con la influencia del cristianismo, le aparecieron nuevas ramas genealógicas a Tawhaki y entonces resultó, nada menos, que su abuelo Hema era, nada más ni nada menos, que Shem, uno de los hijos del Noé bíblico.

    En las remotas civilizaciones europeas también encontramos diferentes versiones de este mito, tanto en la antigua Grecia, como en los pueblos bárbaros de la vieja Germania, pasando, como no podía ser menos, por las tradiciones de Irlanda y nórdicas.

    En la mitología griega aparecen tres diluvios: el de Ogyges, con el que concluye la Edad de piedra; el de Daucalion, con el que concluye la Primera Edad de Bronce, y el de Dardanus.

    Ogyges era un mítico rey de Ática y el supuesto fundador de Tebas cuya existencia se presume diez mil años antes de Platón, quien lo nombra en sus Leyes, coincidiendo esta gran inundación con el final de la última era glacial, cuando el nivel del mar subió hasta 130 metros, dejando sumergidas muchas tierras de las que ahora conocemos, como demuestran diversos hallazgos geológico, que vendrían a apoyar la tesis de que el diluvio de Ogyges está basado en algún hecho real.

    La segunda nos la cuenta Apolodoro y se parece bastante a la de Noé: Prometeo, el héroe que robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, a consecuencia de lo cual cada noche le era devorado su hígado por un águila, aconsejó a Deucalion, su hijo, que construyera un cofre donde poder refugiarse. Al poco tiempo, las montañas de Tesalia se separaron y todas las tierras más allá del istmo y del Peloponeso se sumergieron bajo las aguas, pereciendo todos los humanos excepto aquellos que escaparon a las altas montañas. Deucalion y su esposa Pyrrha, después de flotar en el cofre durante nueve días y noches, aterrizaron en el Monte Parnaso. Cuando cesaron las lluvias, hizo un sacrificio en honor a Zeus, quien le ordenó que lazara piedras detrás de él que se convirtieron en hombres, y las piedras que lanzó Pyrrha se convirtieron en mujeres.

    Según Dionisio de Halicarnaso, Dardano dejó Arcadia para colonizar una tierra en el noreste del mar Egeo. Cuando llegó el diluvio, la tierra se inundó y la montaña, en la que sobrevivieron él y su familia, formó la isla de Samotracia, la cual abandonó en una piel inflada hacia las costas de Asia Menor y se instaló a los pies del Monte Ida. Debido al temor de otra inundación, no construyeron una ciudad, sino que vivieron al aire libre durante cincuenta años. Su nieto Tros finalmente construyó una ciudad a la que llamaron Troya.

    En la mitología nórdica aparecen dos diluvios, ambos bien documentados por los cómics manga. El primero ocurrió en el el inicio de los tiempos, antes de que se formara el mundo. Ymir, el primer gigante, asesinado por el dios Odin y sus hermanos Vili y Ve, cuando cayó, brotó tanta sangre de sus heridas que ahogó a casi toda la raza de gigantes, a excepción del de las heladas Bergelmir y su esposa, quienes escaparon en una nave y sobrevivieron, convirtiéndose en los progenitores de una nueva raza de gigantes. El cuerpo de Ymir fue utilizado para formar la tierra, mientras que su sangre se convirtió en el mar.

    El segundo, en el ciclo mitológico nórdico, todavía no ha ocurrido, sino que es una predicción para el futuro y sucederá durante la batalla final entre los dioses y los gigantes, es algo conocido como Ragnarök. Durante este evento apocalíptico, Jormungandr, la Gran Serpiente Mundial que se encuentra debajo del mar que rodea a Midgard, el reino de los mortales, se levantará de las profundidades acuosas para unirse al conflicto, lo que provocará una inundación catastrófica que ahogará la tierra. Sin embargo, después de Ragnarök, la tierra volverá a nacer y comenzará una nueva era de la humanidad. Todos tranquilos…

    De acuerdo con la historia apócrifa de Irlanda, Lebor Gabála Érenn, los primeros habitantes de Irlanda encabezados por la nieta de Noé, Cessair, fueron todos eliminados por una inundación de cuarenta días después de llegar a la isla. Más tarde, después de que llegaran la gente de Partholon y Nemed, se produjo otra inundación y mató a todos menos a treinta personas, que se dispersaron por todo el mundo. Como fueron los monjes cristianos quienes primero pusieron por escrito esta historia, que hasta entonces había sido de transmisión oral, es probable que las referencias al Noah bíblico la insertaran ellos, sin más, en un intento de cristianizarla.

    En la tradición cultural de Finlandia se conoce una runa titulada “Haava” donde se narra una hazaña heroica que habla de una herida de la que brota sangre, la cual cubre toda la tierra. Este diluvio no se destaca en la versión de Kalevala redactada por Elias Lönnrot, pero la similitud global de la inundación es evidente en las variantes originales de la runa: “La sangre brotó como un diluvio. La sangre corría como un río. No habia Hummock, no hay alta montaña. Todo fue inundado, todo desde el dedo del pie de Väinämöinen. De la rodilla del santo héroe.

    Los pueblos amerindios, cuyas leyendas datan de mucho antes de la llegada de los invasores europeos y se conservan gracias al empeño por guardar las costumbres de los escasos descendientes de aquellos pueblos, no tenían sus historias por escrito hasta las recopilaciones de hace pocos años.

    En la mitología de los Menominee, un pueblo amerindio de Wisconsin, U.S.A., Manabush, el estafador, fue echado del grupo, y llevado por su ansia de venganza, atacó a los dioses cuando estos estaban jugando. Al zambullirse todos en el agua, surgió una gran inundación. Manabush huyó corriendo, pero el agua, proveniente del lago Michigan, lo persiguió cada vez más rápido, incluso mientras subía las montañas. Manabush rogó hasta cuatro veces al árbol donde estaba subido que creciera un poco más, y cuatro veces lo obligó hasta que no pudo ser más. Pero el agua siguió subiendo hasta que se detuvo en su barbilla. Mirase por donde mirase no había nada más que agua que se extendía hacia el horizonte. Y luego Manabush, ayudado por los animales capaces de bucear, y especialmente el más valiente de todos, la rata almizclera, creó el mundo como lo conocemos hoy.

    En la mitología de los Mi’kmaq, una tribu de indios algonquinos de la isla de Terranova, Canadá, el mal y la maldad entre los hombres hacen que se maten unos a otros. Esto causço gran dolor al creador, el dios-sol, quien lloraba lágrimas que se convirtieron en lluvia suficiente como para desencadenar un diluvio. La gente intentaba sobrevivir viajando en canoas de corteza, pero solo un anciano y una mujer lo consiguieron y pudieron repoblar la tierra.

    En la mitología de la Nación Caddo, confederación de etnias del sudeste norteamericano, cuatro monstruos crecieron en tamaño y poder hasta que tocaron el cielo. En ese momento, un hombre escuchó una voz que le decía que plantase una caña hueca. Lo hizo, y la caña creció muy grande y rápidamente. El hombre entró en la caña con su esposa y otras parejas de todos los animales buenos. Las aguas subieron y cubrieron todo excepto la parte superior de la caña y las cabezas de los monstruos, los cuales fueron muertos por una tortuga que, cavando debajo de ellos hizo que se hundieran. Entonces las aguas se calmaron y los vientos secaron la tierra.

    En la mitología hopi, un pueblo procedente de la meseta central de los Estados Unidos, la gente se alejó de Sotuknang, el creador. Él dios, bastante enojado, destruyó el mundo con fuego, y luego con frío, y lo recreó en ambas ocasiones para las personas que aún seguían las leyes de la creación, que sobrevivieron escondiéndose bajo tierra. De nuevo las personas se volvieron corruptas y guerreras por tercera vez, así que, Sotuknang llevó a un pequño grupo hasta una mujer araña, y ella cortó cañas gigantes y refugió a esta gente en los tallos huecos. Sotuknang causó un gran diluvio y la ellos flotaron sobre el agua en sus cañas, las cuales se posaron en un pequeño trozo de tierra y la gente emergió, con tanta comida como empezaron. Las personas viajaron en sus canoas, guiadas por su sabiduría hacia el noreste, pasando islas progresivamente más grandes, hasta que llegaron al Cuarto Mundo. Cuando llegaron allí, las islas se hundieron en el océano.

    Mesoamérica conoce una gran cantidad de mitos sobre las inundaciones, algunos claramente tienen influencia cristiana, pero los eruditos creen que otros representan mitos nativos de las inundaciones de origen precolombino.

    Un de ellos es el de Tlapanec y Huaxtecs, el cual tiene a un hombre y a su perro como los únicos sobrevivientes del diluvio, pero el hombre descubre que el perro toma la forma de una mujer durante el día: el hombre y la perra repueblan la tierra. Otro mito encontrado entre los pueblos azteca y totonaca relata cómo una pareja humana sobrevive al esconderse en un recipiente hueco y comienza a cocinar un pescado cuando el agua cede: cuando el humo llega al cielo, los dioses se enojan y los castigan convirtiéndolos en perros. O monos según la versión.

    En la mitología maya, tal como se expresa en el Popol Vuh, los dioses creadores intentaron crear criaturas. Lo intentaron tres veces antes de tener éxito. Las tres creaciones anteriores fueron destruidas. La tercera raza de humanos tallados en madera fue destruida por una inundación, mutilada por animales salvajes y destrozada por sus propias herramientas y utensilios. Los únicos sobrevivientes de la inundación fueron los cuatro Bacabs que ocuparon su lugar como defensores de las cuatro esquinas del cielo.

    En el mito mesoamericano se dan varias razones para la ocurrencia del diluvio: o el mundo era simplemente muy antiguo y necesitaba ser renovado, o los humanos habían descuidado su deber de adorar a los dioses, o fueron castigados por una transgresión, por ejemplo, canibalismo. Muchos de los mitos modernos incluyen, obviamente, referencias cristianas como el asesinato de Abel por Caín como la razón. Un gran número de mitos de inundaciones mesoamericanas, especialmente registrados entre los pueblos nahuas (aztecas) dicen que no hubo sobrevivientes de la inundación y que la creación tuvo que comenzar de cero, mientras que otros relatos aseguran que los humanos actuales descienden de un pequeño número de sobrevivientes, en algunos relatos, los sobrevivientes transgreden a los dioses al encender un fuego y, en consecuencia, se convierten en animales.

    En la mitología inca, Viracocha destruyó a los gigantes con un Gran Diluvio, y dos personas repoblaron la tierra. Excepcionalmente, sobrevivieron en cuevas selladas.

    En la mitología mapuche, la Leyenda de Trentren Vilu y Caicai Vilu dice que una batalla entre dos serpientes míticas provocó un Gran Diluvio; y posteriormente creó el mundo mapuche tal como lo conocemos hoy.

    Y concluiremos nuestro húmedo recorrido entre las ricas mitologías de los pueblos polinesios, de las que hay que destacar que ninguna de ellas se acerca a la escala del diluvio bíblico.

    La gente de Ra’iatea habla de dos amigos, Te-aho-aroa y Ro’o, que fueron a pescar y accidentalmente despertaron al dios del océano Ruahatu con sus anzuelos. Enfurecido, juró hundir a Ra’iatea debajo del mar. Te-aho-aroa y Ro’o pidieron perdón, y Ruahatu les advirtió que solo podían escapar llevando a sus familias al islote de Toamarama. Zarparon, y durante la noche, la isla se deslizó bajo el océano, para volver a levantarse a la mañana siguiente. Nada sobrevivió, excepto estas familias, que erigieron los marae sagrados (templos) dedicados al dios Ruahatu.

    Una leyenda similar se encuentra en Tahití. No se da ninguna razón para la tragedia, pero toda la isla se hundió bajo el mar, excepto el Monte Pitohiti. Una pareja humana logró huir allí con sus animales y sobrevivió.

    En Hawai, otra pareja humana, Nu’u y Lili-noe, sobrevivieron a una inundación en la cima de Mauna Kea en la Isla Grande. Nu’u hizo sacrificios a la luna, a quien atribuyó erróneamente su seguridad. Kane, el dios creador, descendió a la tierra en un arco iris, explicó el error de Nu’u y aceptó su sacrificio.

    En las Marquesas, el gran dios de la guerra Tu se enojó por los comentarios críticos hechos por su hermana Hii-hia. Sus lágrimas atravesaron el suelo del cielo hasta el mundo inferior y crearon un torrente de lluvia que arrasó todo a su paso. Sólo seis personas sobrevivieron.

    En conclusión, y tras la relación de este abanico de diferentes leyendas sobre el mismo mito, podemos deducir que los dioses son bastante susceptibles y se enojan por cualquier cosa arrasando con todo lo que han creado, para luego, arrepentirse y prometer que ya no lo volverán a hacer… Y es que la eternidad debe ser muy aburrida… Por otro lado, podemos comprobar que todas se parecen, en todas las diferentes leyendas aparecen puntos comunes y hechos similares, lo que da para pensar si esto de la globalización no estaba ya inventado hace un montón de siglos. Lo de si estos sucesos han sido reales, alegóricos o un simple cuento no estoy capacitado para asegurar nada, así que lo mejor es que concluyamos dando un repaso a algunas diferentes hipótesis que intentan dar veracidad al hecho de que alguna vez hubiera un Diluvio Universal.

    Según dos publicaciones, The First Fossil Hunters por Adrienne Mayor, y Fossil Legends of the First Americans, se ha generado la hipótesis de que las historias de inundaciones se han inspirado en antiguas observaciones de conchas marinas y peces en zonas del interior de los continentes y en las cumbres de las montañas. Aunque los griegos, los egipcios, los romanos y los chinos comentaron en antiguos escritos sobre estas conchas y peces, fue Leonardo da Vinci quien postuló que un diluvio inmediato no podría haber causado los estratos ordenados que él encontró en los Apeninos italianos. Los griegos plantearon la hipótesis de que la Tierra había sido cubierta por el agua varias veces, y notaron las conchas marinas y los fósiles de peces que se encuentran en las cimas de las montañas como evidencia de esta creencia. Los nativos americanos también expresaron esta creencia a los primeros europeos. Claro que para qué vamos a hablar sobre placas tectónicas, con sus pliegues, fallas, terremotos y erupciones…

    Algunos geólogos creen que una inundación bastante espectacular de algunos ríos en el pasado podría haber influido en estas leyendas. Una de las hipótesis más recientes y bastante controvertidas de este tipo es la Teoría de Ryan-Pitman, que defiende un diluvio catastrófico entre 5600 a.C. desde el Mar Mediterráneo hasta el Mar Negro. Este ha sido un tema de discusión considerable, y un buen artículo del National Geographic News, en febrero de 2009, donde se indica que las inundaciones podrían haber sido “bastante leves”.

    También ha habido especulaciones de que un gran tsunami en el mar Mediterráneo causado por la erupción de Thera, la isla italiana actualmente conocida como Santorini, durante la época minoica fue la base histórica para el mito de Deucalión. Sin embargo, el tsunami subsiguiente golpeó el sur del mar Egeo y Creta y no afectó a ciudades en el continente de Grecia, como Micenas, Atenas y Tebas, que continuaron prosperando, por lo que tuvo un efecto local más que regional.

    Otra teoría es que un meteoro o cometa se estrelló en el Océano Índico en tiempos prehistóricos alrededor del 2800-3000 a.C., creando el cráter submarino Burckle, de 30 kilómetros de diámetro, y generó un tsunami gigante que inundó las tierras costeras.

    Se ha postulado que el mito del Diluvio puede estar basado en el aumento repentino en los niveles del mar causado por el drenaje repentino del lago Agassiz prehistórico al final de la última Edad de Hielo, aproximadamente 8,400 años antes del presente, tras verter sus aguas en el mar, este lago dio ligar a la zona de los Grandes Lagos Norteamericanos.

    Los defensores de la geología de las inundaciones sostienen que el diluvio bíblico y el arca de Noé deben tomarse literalmente, en el cual los procesos geológicos más observados (como la fosilización o los estratos sedimentarios) son un resultado posterior de este evento.

    Si bien algunas personas creen que hubo una inundación mundial, la geología de la inundación en sí misma ha sido rechazada por los geólogos, biólogos e historiadores de la corriente principal, la mayoría de los cuales la consideran pseudociencia. Aunque en un momento, incluso los trabajadores prominentes en la arqueología bíblica estaban dispuestos a argumentar el apoyo a la geología de las inundaciones, esta opinión ya no se sostiene ampliamente.

    En la década de 1920, los arqueólogos asociaron la inundación sumeria con una capa de depósitos fluviales que interrumpieron los asentamientos en una amplia zona del sur de Mesopotamia. Esto llevó a la especulación en el momento en que se había encontrado en la inundación mencionada el arca de Noé, al tratar de conectar la antigua leyenda de la inundación del Cercano Oriente con esta inundación histórica. Sin embargo, no hay evidencia de que la leyenda de la inundación en el Génesis de Eridu fuera la misma que la inundación histórica mencionada en la lista del rey, o de que los mismos sumerios los unieran.

    Así que no nos queda nada claro, pues por un lado tenemos las leyendas y por el otro una serie de investigaciones que no han conseguido llegar a ninguna conclusión, solo hay, por un lado, las leyendas, por el otro, las hipótesis y, eso sí, en muchos casos, una buena dosis de fe, porque de lo contrario, ya me contaréis cómo consiguió Noé meter en su arca a una pareja de cada especie animal que pululaba por la tierra y los aires…

  • CONVERSACIONES CON MI GATO: Lágrimas como palabras.

    El gran Dios anda preocupado por una de sus almas de luz que anda entre penas y quebrantos, por ello, no dejéis de mirar al cielo en los anónimos amaneceres, cuando se suplen las ausencias, pues las respuestas están en los primeros rayos de sol.

    Calíope, cuyo nombre significa; la que mejor razona agradablemente y la que tiene hermosa voz, era hija de Zeus y Mnemosina, y la primera y principal de las musas, la más poderosa, la más augusta. 
    
    Ya en la Teogonía le daban esta preponderancia que siempre conservó y, a veces, parecía quererle disputar a Apolo el papel de director del coro formado con sus ocho hermanas.
    
    De acuerdo con su importancia, pronto comenzó a presidir el género poético más estimado, la épica, aunque luego también se colocó al frente de la oratoria e, incluso, llegó a ser la musa de la ciencia.
    
    Se le considera madre de las Sirenas, de Lino y de Reso, atribuyéndole en algunas leyendas, la participación como árbitro entre Perséfone y Afrodita en su eterna querella por Adonis.
    
    En una pequeña capilla de una cartuja estaba un hermano rezándole a una imagen de Cristo, tan concentrado en inmerso en sus plegarias, que no se percató de que alguien le observaba.
    
    Concluido su momento de meditación, el cartujo se incorporó del reclinatorio y. con lentos pasos, fue atravesando la capilla en penumbras, solo iluminada por las titilantes llamas de los cirios del altar y la débil incidencia de un tenue rayo de luna que se filtraba curioso a través de las vidrieras multicolor donde se representaban escenas de la Pasión de Jesús.
    
    Solo al llegar a la puerta de la capilla descubrió de la figura inmóvil y silenciosa que le observaba.
    
    - ¡Hermano Jorge! No os he oído entrar de tan absorto que estaba en mis meditaciones.
    
    El otro le saludó con una reverencia.
    
    - Hermano Gabriel, desde que llegasteis a la cartuja, ya hace mucho tiempo, os vengo observando que cuando venís a la capilla solo rezáis al Cristo y nunca tenéis ni una plegaria para la Santa Madre.
    
    El hermano dibujó una sonrisa en su rostro:
    
    - Es muy sencillo, mirad, rezando a Cristo le rezo a su Madre, puesto que Jesús es parte de Ella, pues es el Verbo hecho carne de la misma Virgen.
    
    El hermano Jorge puso su mano sobre el hombro de Gabriel y ambos se dirigieron de nuevo hacia el interior de la capilla, justo has el altar donde se veneraba una hermosa imagen de la Virgen:
    
    - Querido hermano Gabriel, si rezáis a la Madre, también lo hacéis a Dios, pues la Madre es parte de Él.
    
    Hubo un silencio roto por el hermano Gabriel quien, mirando al hermano Jorge, le dijo:
    
    - Todos somos parte de Dios.
    
    - Cierto, pero ¿qué queréis decir?
    
    - Entonces recemos por todos y Dios se sentirá igualmente halagado… 
    
    No lloréis cuando os quiebre la añoranza o cuando la tristeza os rasgue el alma. No os lamentéis de aquello que está lejano, aunque el amargo vacío anide en vuestra garganta. El instante se supera con la fuerza de la fe indestructible que os hace ver más allá, donde el resto no os puede alcanzar. Cruzad el gran umbral donde la verdad habita y todas las respuestas, si mis palabras os azoran, o las pensáis inmerecidas, las hallaréis en las razones del corazón de aquella persona que por vosotros rompería el muro de las sinrazones, pues nadie atesora tanta soledad como para no encontrar una sonrisa en su camino.
    Madre Santa, déjame acercar mi corazón, cada día, a tu luz divina y no dejes nunca de mirarme con tu diáfana mirada que guía mi vida.
    
    Ampárame a cada instante, en los momentos de flaqueza, aquellos en los que mi alma débil quede a la deriva de la oscura penumbra.
    
    Arrúllame en tu regazo materno para aliviar el cansancio de los sufrimientos y fallos humanos.
    
    Madre mía, Madre Bendita de los Desamparados, que esta oración cruce el sendero de las estrellas y mares celestes hasta tu morada, siguiendo la estela del amor dejado por tu Bendita Mirada, Madre Santa.
    
    Peregrina desde Tierra Santa, a los cielos, de los cielos, Madre del Buen Amparo tu gloria fundaste en esta tierra mediterránea.
    Vuela tu corazón de madre piadosa y tu luz bondadosa en todas las direcciones que el viento de las devociones lleve paloma de celestial mensaje y amparo a todas las pecadoras almas.
    
    Rosa de los astrales vientos, Santa Madre Bendita de los Desamparados, que no hay un palmo de esta tierra donde tu nombre no sea bendito y deseado.
    
    Por eso, Santísima Madre, peregrina eres de nuestros corazones solitarios, viajera de los tiempos, Madre de la Mirada Complaciente, reparadora en el desamparo, Enséñanos a ser peregrinos por estos angostos caminos de la vida y ayúdanos a dejar en nuestro deambular senderos de amistad, entendimiento y amor.
    
    Corrige nuestro rumbo, Capitana de la Luz, no nos dejes encallar en los arrecifes del descanso negativo, de la terrible oscuridad, para que seamos libres y podamos seguir tu estrella en el alba de nuestras vidas y llegar a buen puerto al anochecer de nuestra travesía. 
    
    A ti te lo pedimos, Celeste Peregrina de nuestros corazones solitarios.
    
  • ÉRASE UNA VEZ: El capote, de Nikolái Gógol

    Nikolái Gógol fue un sencillo funcionario de la burocracia zarista de mediados del siglo XIX, por lo que conoció de primera mano la cruel monotonía y la desesperante invisibilidad de ese trabajo, sobreviviendo mucho tiempo con su mezquino sueldo, aspectos estos que dejará reflejados, así como las insospechadasparadojas que le reportaba el desarrollo de sus tareas administrativas, en algunas de sus obras, especialmente en la que nos ocupa, siendo característico de todas ellas la franqueza, la ironía y el realismo social, además del uso de elementos fantásticos y un estilo poco convencional.

    El capote, publicado en 1842, relata la historia de Akakiy Akákievich, un funcionario de San Petersburgo cumplidor, minucioso y disciplinado, cuyo trabajo consiste, sin más pretensiones, en copiar documentos con su elegante caligrafía. Hombre muy poco perspicaz y carente de iniciativa, se siente seguro, simplemente, aceptando su condición y destino, sin aspirar a nada más que la confortabilidad aportada por su propia ocupación.

    Akakiy no destaca en nada, ni tan siquiera en su apariencia física: bajito, de incipiente calvicie, miope y con tendencia al sonrojo, además de una dolorosa predisposición a sufrir de hemorroides causadas por las interminables horas sentado ante su mesa. Nadie recuerda cuándo comenzó a trabajar en aquella oficina y nadie le presta la más mínima atención, si no es para ser el centro de las burlas de sus compañeros, lo que solo le arranca alguna que otra tímida protesta: “¿Por qué me ofendes? ¡Soy tu hermano!”, surgida más bien del fervor religioso del autor que le hace invocar la fraternidad humana. Pero Gógol no cree en el ser humano y concibe al mundo como algo absurdo y estrafalario, esclavizado por la sumisión a lo material y corrompido por un poder sombrío, disparatado y confuso.

    Así, sus personajes, como Akakiy, suelen alejarse del mundo, hacia el que no parecen prestar demasiado interés ni curiosidad, características propias de la personalidad de Gógol trasladadas a ellos por medio de la creación literaria. Por ejemplo, se asegura que nuestro autor, de naturaleza retraída y débil, jamás experimentó intimidad sexual alguna y, tal vez, ello fuera la causa de sus pobres y escasos personajes femeninos, pues las mujeres eran, para él, origen de frustraciones y perversión, por lo que no es de extrañar que, en todo el relato de El capote, Akakiy no demuestre ningún interés por las mujeres ni el amor ni el sexo, salvo en dos casos que más adelante comentaremos, y sólo piense en el trabajo, el cual se lo lleva a casa pues carece de otro medio para llenar su tiempo libre.

    La pasión de Gógol fue la escritura, pero su obsesión fue la salvación de su alma, y ésta pudo más. Tras la redacción de Almas muertas, cuyo segundo tomo lanzó a las llamas sin concluirlo, se hundió en una profunda apatía, asegurando que jamás volvería a escribir, e incluso dejó de salir y de comer, muriendo por inanición un tiempo después.

    Sin embargo, la tentación que acaba con Akakiy es mucho más trivial, pero cuyo significado simbólico no se nos escapa, y se trata de su nuevo capote, algo superficial que le llevará a descubrir sensaciones desconocidas para él, como cuando se sorprende observando un cuadro en un escaparate: “Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un cuadro que representaba a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, a estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su camino. ¿Por qué sonreiría?” O cuando persigue a una dama por la calle: “Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque tan inesperado que había tenido.”

    El nuevo capote no solo ha protegido del frío a Akakiy, sino que, al mismo tiempo, le ha revestido de algun atractivo, de un halo de popularidad del que antes carecía, donde podemos percibir la fina ironía que utiliza Gógol para criticar a una sociedad que considera caduca porque cataloga a las personas según su apariencia o sus posesiones y desprecia sus cualidades internas.

    Pero claro, todo lo material llega un momento en que desaparece, de una forma u otra, en este caso, por un robo, y es cuando se ve abocado a hacer valer sus derechos, llegando hasta el contacto con la máquina mal engrasada del poder y con el propio sistema burocrático del que él forma parte activa. Pero no vayamos a pensar que esta historia fue escrita con intenciones de crítica social, pues los pensamientos de Gógol iban por otras sendas, ya que era un defensor convencido del régimen imperante: el estado estamental, la servidumbre, el inmovilismo social… eran para él los pilares de la sociedad perfecta, y el pueblo, como bloque capaz de reivindicar algo, le daba verdadera grima. Aunque tampoco debemos buscar el sentido de esta historia como algo meramente folklórico o ficticio (no hemos hecho alusión anteriormente al final del cuento, pero éste concluye de modo bastante fantástico). Tal vez, Gógol, en su trabajo como recreador de realidades, no podía evitar verse reflejado en el espejo de la verdad, o, como afirmaba Navokov, “Algo hay que funciona muy mal, y todos los hombres son lunáticos leves entregados a ocupaciones que a ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica les mantiene atados a sus inútiles trabajos: ése es el verdadero mensaje del cuento”. Pero nos resistimos a pensar que un autor con una educación religiosa tan profunda y un sentimiento clasista y político tan enraizado y una visión del mundo tan apocalíptica, sin orden ni equilibrio, donde todo es absurdo y grotesco, no pretendiera, al menos, mostrarnos una humanidad abocada a la perdición si se desviaba del camino de Dios. Incluso, aventurándonos un poco más allá, podríamos afirmar que en esta obra aparece el vacío existencial que, años más tarde, enarbolará la filosofía de Nietzsche.

    El caso es que Akakiy Akákievich fue, seguramente, el precursor del Bartleby de Harman Melville o del Gregorio Samsa de Kafka, de los cuales se diferencia en muchas cosas, pero les une el ser unas personas inadaptadas dentro de un mundo que no comprenden y que no les acepta tal y como son.

    El capote

    Nicolai Gógol

    En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al departamento de que hablemos aquí.

    Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las personas que padecen de hemorroides… ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.

    En cuanto al grado -ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación-, nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:

    Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial de la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.

    Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡ No!» Para complacerla, pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.

    -¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!

    Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.

    -Bueno; ya veo -dijo la anciana madre- que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también Akakiy.

    Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.

    Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente.

    En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.

    Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista -si es que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio-, contando en su presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve. Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:

    -¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?

    Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.

    «¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?»

    Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras: «¡Soy tu hermano!» El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas…

    Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes… y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma.

    Si le hubieran dado una recompensa a su celo tal vez, con gran asombro por su parte, hubiera conseguido ser ya consejero de Estado. Pero, como decían sus compañeros bromistas, en vez de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones. Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso, deseando recompensarle por sus largos servicios, ordenó que le diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser elevado a otro departamento. Su trabajo consistía sólo en cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso, no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por fin acabó por exclamar:

    -No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.

    Y desde entonces le dejaron para siempre de copista.

    Fuera de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para él. Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino que había adquirido un color de harina que tiraba a rojizo. Llevaba un cuello estrecho y bajo, y, a pesar de que tenía el cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía exageradamente largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que llevan colgando, por docenas, los artesanos.

    Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de heno, o bien un hilo. Además. tenía la mala suerte, la desgracia, de que al pasar siempre por debajo de las ventanas lo hacía en el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle. Y por eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la vida prestó atención a lo que ocurría diariamente en las calles, cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario, a quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la acera de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera, todo lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa maliciosa.

    Pero Akakiy Akakievich, adonde quiera que mirase, siempre veía los renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo cuando se le ponía sobre el hombro el hocico de algún caballo, y éste le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta de que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle.

    Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba rápidamente la sopa de schi, y después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas, sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo aquello que Dios añadía por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa. Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre todo si se trataba de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.

    Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y toda la población de empleados se ha saciado cenando de acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo el mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones propias y ajenas y de todas las molestias que se toman voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin necesidad; cuando los empleados gastan el resto del tiempo divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro, otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las modas últimas, quiénes acudiendo a alguna reunión en donde se prodiguen cumplidos a lindas muchachas o a alguna en especial, que se considera como estrella en este limitado círculo de empleados, y quiénes, los más numerosos, yendo simplemente a casa de un compañero, que vive en un cuarto o tercer piso compuesto de dos pequeñas habitaciones y un vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa adquirida a costa de muchos sacrificios, renunciamientos y privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas de sus amigos para jugar al whist y tomar algún que otro vaso de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se distribuían las cartas, contar historias escandalosas del gran mundo a lo que un ruso no puede renunciar nunca, sea cual sea su condición, y cuando no había nada que referir, repetir la vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir que habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el Grande, de Falconet…; en suma, a la hora en que todos procuraban divertirse de alguna forma, Akakiy Akakievich no se entregaba a diversión alguna.

    Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en alguna reunión. Después de haber copiado a gusto, se iba a dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día siguiente. ¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?

    Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que, cobrando un sueldo de cuatrocientos rublos al año, sabía sentirse contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a muy viejo, a no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida, y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de nadie los aceptan.

    Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben más de cuatrocientos rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora en que van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el frío punzante e intenso ataca de tal forma las narices sin elección de ninguna especie, que los pobres empleados no saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos dignatarios les duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan de los ojos, los pobres empleados, los consejeros titulares, se encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles, envueltos en sus ligeros capotes, y luego detenerse en la conserjería, pateando enérgicamente, hasta que se deshielan todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en el camino.

    Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un dolor fuerte y punzante en la espalda y en el hombro, a pesar de que procuraba medir lo más rápidamente posible la distancia habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al fin pensar si no tendría la culpa de ello su capote. Lo examinó minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba tan gastado, que podía verse a través de él. Y el forro se deshacía de tanto uso.

    Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de capote y le llamaban bata. En efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa; el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su capote, Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y fraques de funcionarios y de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en su cabeza alguna otra empresa.

    Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como es costumbre en cada narración esbozar fielmente el carácter de cada personaje, no queda otro remedio que presentar aquí a Petrovich.

    Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se llamaba Gregorio a secas. Tomó el nombre de Petrovich al conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas las fiestas de la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y alemana.

    Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir algunas palabras acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich y que se cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer, no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con ella por la calle le echase alguna mirada debajo del gorro, acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los bigotes con un curioso sonido inarticulado .

    Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por cierto, estaba empapada de agua sucia y de desperdicios, desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño al olfato y que, como es sabido, es una característica de todos los pisos interiores de las casas petersburguesas; subiendo la escalera, pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que iba a cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.

    La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que en aquel preciso momento freía pescado, había hecho tal humareda en la cocina, que ni siquiera se podían ver las cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin ser visto por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba Petrovich sentado en una ancha mesa de madera con las piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre de los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy Akakievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y de hilo y tenía sobre las rodillas una prenda de vestir destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre dientes:

    -¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo perder la paciencia, granuja!

    Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en aquel preciso momento en que Petrovich se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como decía su esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes.

    Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo sin querer:

    -¡Buenos días, Petrovich!

    -¡Muy buenos los tenga usted también! -respondió Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich para ver qué clase de botín traía éste.

    -Vengo a verte, Petrovich, pues yo…

    Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre por medio de preposiciones, adverbios y partículas gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: «Es verdad, justamente eso…», y después no seguía nada y él mismo se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.

    -¿Qué quiere, pues? -le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.

    Esta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo Petrovich.

    -Verás, Petrovich…; yo quisiera que… este capote…; mira el paño…; ¿ves?, por todas partes está fuerte…, sólo que está un poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está nuevo, sólo una parte está un tanto…, un poquito en la espalda y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro hombro… Mira, eso es todo… No es mucho trabajo…

    Petrovich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar, puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso el capote al trasluz y volvió a menear la cabeza. Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera, y de nuevo meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:

    -Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.

    Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy Akakievich.

    -¿Por qué no es posible, Petrovich? -preguntó con voz suplicante de niño-. Sólo esto de los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo…

    -Sí, en cuanto a los pedazos se podrían encontrar -dijo Petrovich-; sólo que no se pueden poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la aguja.

    -Pues que se deshaga, tú no tiene más que ponerle un remiendo.

    -No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además, sería un remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.

    -Bueno, pues refuérzalo…; como no…, efectivamente, eso es…

    -No -dijo Petrovich con firmeza-; no se puede hacer nada. Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento de los alemanes para hacer dinero -Petrovich aprovechaba gustoso la ocasión para meterse con los alemanes-. En cuanto al capote, tendrá que hacerse otro nuevo.

    Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver claramente era el semblante del general tapado con el papel en la tabaquera de Petrovich.

    -¡Cómo uno nuevo! -murmuró como en sueño-. Si no tengo dinero para ello.

    -Sí; uno nuevo -repitió Petrovich con brutal tranquilidad.

    -…Y de ser nuevo…, ¿cuánto sería…?

    -¿Que cuánto costaría?

    -Sí.

    -Pues unos ciento cincuenta rublos -contestó Petrovich, y al decir esto apretó los labios.

    Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales palabras.

    -¡Ciento cincuenta rublos por el capote! -exclamó el pobre Akakiy Akakievich.

    Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se distinguía por su voz muy suave.

    -Sí -dijo Petrovich-. Y además, ¡qué capote! Si se le pone un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta doscientos rublos.

    -¡Por Dios, Petrovich! -le dijo Akakiy Akakievich con voz suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y efectos-. Arréglalo como sea para que sirva todavía algún tiempo.

    -¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero… -repuso Petrovich.

    Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los labios expresivamente apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.

    Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.

    «¡Qué cosa! -decía para sí-. Jamás hubiera pensado que iba a terminar así…¡Vaya! -exclamó después de unos minutos de silencio-. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto… -y después de otro largo silencio, terminó diciendo-: ¡Pues así es! ¡Esto sí que es inesperado!… ¡Qué situación! …»

    Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en dirección contraria. En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole el hombro, se lo manchó de negro; del techo de una casa en construcción le cayó una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:

    -¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?

    Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se hallaba y comenzó a monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón

    -No -decía Akakiy Akakievich-; ahora no se puede hablar con Petrovich, pues está algo…; su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle un domingo por la mañana; después de la noche del sábado estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable y arreglará el capote…

    Y esta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:

    -¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro capote!

    Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la mano la moneda de diez kopeks.

    -Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud -dijo Petrovich-. En cuanto al capote, no debe pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno estupendo.., se lo garantizo.

    Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no le quiso escuchar.

    -Le haré uno nuevo, magnífico… Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última moda.

    Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse sin un nuevo capote y perdió el ánimo por completo.

    Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas. Pero este dinero lo había distribuido ya desde hace tiempo con un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que se considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre. Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de cuarenta y cinco a cincuenta rublos, sería solo una pequeñez en comparación con el capital necesario para el capote, era una gota de agua en el océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no sé qué locura y entonces pedía precios tan exorbitantes, que incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:

    -¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas casi gratis y ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que tú mismo no vales.

    Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich consentiría en hacerle el capote por ochenta rublos. Pero, de todas maneras, ¿dónde hallar esos ochenta rublos ? La mitad quizá podría conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?…

    Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la primera mitad. Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre que gastaba un rublo, en un pequeño cajón, cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha para hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las cambiaba por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía mucho tiempo y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró una suma superior a cuarenta rublos. Así, pues, tenía en su poder la mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los cuarenta rublos restantes?

    Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la conclusión de que era preciso reducir los gastos ordinarios por lo menos durante un año, o sea dejar de tomar té todas las noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más suavemente posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas, dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y para que no se gastara, quitársela al volver a casa y ponerse sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente, no había sido demasiado maltratada por el tiempo.

    Hemos de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su futuro capote. Desde aquel momento diríase que su vida había cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no era otra, sino… el famoso capote, guateado con un forro fuerte e intacto. Se volvió más animado y de carácter más enérgico, como un hombre que se ha propuesto un fin determinado. La duda e irresolución desaparecieron en la expresión de su rostro, y en sus acciones también todos aquellos rasgos de vacilación e indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como una llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en su mente: «¿Y si se encargase un cuello de marta?» Con estas reflexiones por poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a punto de hacer una falta, de modo que exclamó «¡Ay!», y se persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich para hablar del capote y consultarle sobre dónde sería mejor comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al fin iba a llegar el día en que, después de comprado todo, el capote estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que había esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio un aguinaldo, no de cuarenta o cuarenta y ocho rublos, sino de sesenta rublos. Quizá presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un capote o quizá fue solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich se enriqueció de repente con veinte rublos más. Esta circunstancia aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses de pequeños ayunos consiguió reunir los ochenta rublos. Su corazón, por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y ese mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich. Compraron un paño muy bueno -¡y no es de extrañar!-; desde hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios. Y así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente y fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le aventajaba en elegancia y brillo No compraron marta porque, en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos fácilmente se podía tomar por marta.

    Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues era preciso pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos ya no podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en ellas variados arabescos.

    Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió…, es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich. Se lo trajo por la mañana, precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío empezaba a dejarse sentir con intensidad y amenazaba con volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el capote como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había visto. Parecía estar plenamente convencido de haber realizado una gran obra y se le había revelado con toda claridad el abismo de diferencia que existe entre los sastres que sólo hacen arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas nuevas de vestir.

    Sacó el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién planchado; sólo después volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto el capote, lo examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich. Luego, lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó perfectamente, pero sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como hombre de edad madura, quiso también probar las mangas. Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el capote le sentaba estupendamente. En una palabra: estaba hecho a la perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si se lo había hecho a tan bajo precio era sólo porque vivía en un piso pequeño, sin placa, en una calle lateral y porque conocía a Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre de la perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado setenta y cinco rublos Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con Petrovich, temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre solía hacer alarde. Le pagó, le dio las gracias y salió con su nuevo capote camino de la oficina.

    Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le siguió largo rato con la mirada, absorto en la contemplación del capote. Después, a propósito, pasó corriendo por una callejuela tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el capote del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto, Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros y hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En efecto, tenía dos ventajas: primero, porque el capote abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante. El camino se le hizo cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró en la oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por todos los lados, rogando al conserje que tuviera especial cuidado con él.

    No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se enteraron de que Akakiy Akakievich tenía un capote nuevo y que el famoso batín había dejado de existir. En el acto todos salieron a la conserjería para ver el nuevo capote de Akakiy Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo, que no pudo por menos de sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él diciendo que tenía que celebrar el estreno del capote por medio de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no supo qué responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su simplicidad, que no era un capote nuevo, sino uno viejo.

    Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del Jefe de oficina, queriendo demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y sabía tratar con sus inferiores, dijo:

    -Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy Akakievich y les convido a tomar el té esta noche en mi casa. Precisamente hoy es mi cumpleaños.

    Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al ayudante del jefe de oficina y aceptaron muy gustosos la invitación. Akakiy Akakievich quiso disculparse, pero todos le interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la invitación.

    Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al pensar que de este modo tendría ocasión de lucir su nuevo capote también por la noche.

    Se puede decir que todo aquel día fue para él una fiesta grande y solemne.

    Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó el capote y lo colgó cuidadosamente en una percha que había en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño y el forro y, a propósito, fue a buscar el viejo capote, que estaba a punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se echó a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos de sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el capote. Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado, no copió ningún documento. Por el contrario, se tendió en la cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.

    Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas se mezclaron de tal suerte en su cabeza, que resultaba difícil sacar de aquel caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o sea lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que caminar por calles solitarias escasamente alumbradas, pero a medida que iba acercándose a la casa del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor alumbradas. Los transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de castor y ya no se veían tanto los veñkas con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados, provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de terciopelo color frambuesa, o se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con los pescantes sumamente adornados.

    Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente nuevo; hacía varios años que no había salido de noche por la calle.

    Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un cuadro que representaba a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, a estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo, muy bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los funcionarios habrían pensado decir: «¡Ah, estos franceses! ¡No hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una cosa, así ha de ser…» También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo cuanto piensa.

    Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de oficina. Este llevaba un gran tren de vida; en la escalera había un farol encendido, y él ocupaba un cuarto en el segundo piso. Al entrar en el recibimiento, Akakiy Akakievich vio en el suelo toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar esparciendo columnas de vapor. En las paredes colgaban capotes y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse la puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo visto los funcionarios debían de estar reunidos desde hacía mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de té. Akakiy Akakievich colgó él mismo su capote y entró en la habitación. Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los funcionarios, las pipas y mesas de juego mientras que el rumor de las conversaciones que se oían por doquier y el ruido de las sillas sorprendían sus oídos.

    Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso, reflexionando sobre lo que tenía que hacer. Pero ya le habían visto sus colegas; le saludaron con calurosas exclamaciones y todos fueron en el acto al recibimiento para admirar nuevamente su capote. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado; pero como era una persona sincera y leal no pudo por menos de alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su capote.

    Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al capote y volvieron a las mesas de whist. Todo ello, el ruido, las conversaciones y la muchedumbre… le pareció un milagro. No sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que jugaban: miraba tan pronto las cartas como los rostros de los presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse, tanto más cuanto que había pasado la hora en la que acostumbraba acostarse.

    Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron marcharse, alegando que tenía que beber una copa de champaña para celebrar el estreno del capote. Una hora después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría, empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en la habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño. Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche pasada y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de la casa no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la habitación sin ser visto y buscó su capote en el recibimiento, encontrándolo, con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las escaleras.

    Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de comestibles, eternos clubs de las servidumbres y otra gente, estaban aún abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente que los parroquianos aún permanecían allí. Eran éstos sirvientes y criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus amos en la absoluta ignorancia de dónde se encontraban.

    Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque tan inesperado que había tenido.

    Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.

    A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una garita que parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la alegría de Akakiy Akakievich se desvaneció por completo. Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor se extendía un inmenso océano. «¡No! ¡Será mejor que no mire!», pensó para sí, y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el corazón empezó a latirle precipitadamente.

    -¡Pero si este capote es mío! -dijo uno de ellos con voz de trueno, cogiéndole por el cuello.

    Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro le tapó la boca con el pañuelo, que era del tamaño de la cabeza de un empleado, diciéndole: «¡Ay de ti si gritas!»

    Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el capote y le daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de espaldas en la nieve, en donde quedó tendido sin sentido.

    Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie. Sintió que hacía mucho frío y que le faltaba el capote. Empezó a gritar, pero su voz no parecía llegar hasta el extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a través de la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad, tratando de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando gritos.

    Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo jadeante que no hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda le contestó que él no había visto nada: sólo había observado cómo dos individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó que eran amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente al inspector de policía, y que éste averiguaría sin duda alguna quién le había robado el capote.

    Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los cabellos que aún le quedaban en pequeña cantidad sobre las sienes y la nuca estaban completamente desordenados. Tenía uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose sólo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba más que una camisa. Pero al ver a Akakiy Akakievich retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había sucedido ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse directamente al Comisario del distrito y no al inspector, porque éste no hacía más que prometerle muchas cosas y dar largas al asunto. Lo mejor era ir al momento al Comisario del distrito, a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma le veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además, todos los domingos, en la iglesia pudo observar que rezaba y al mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él denotaba que era un hombre de bien.

    Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su habitación. Cómo pasó la noche…, sólo se lo imaginarían quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la situación de otro.

    A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al Comisario del distrito, pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y aún seguía durmiendo. Fue a las once, pero el Comisario había salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos, Akakiy Akakievich quiso, por primera vez en su vida, mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que tenía que hablar personalmente con el Comisario, que venía del Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por tanto, debían dejarle pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello y les saldría cara la cosa. Los escribientes no se atrevieron a replicar y uno de ellos fue a anunciarle al Comisario.

    Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del capote. En vez de interesarse por el punto esencial empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido y vestido con su viejo capote, que tenía el aspecto aún más lamentable. El relato del robo del capote -aparte de que no faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para burlarse- conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le dijo que no se dirigiera al Comisario, pues suponiendo aún que deseara granjearse las simpatías de su superior y encontrar el capote, este permanecería en manos de la Policía hasta que lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería, pues, que se dirigiera a una «alta personalidad», cuya mediación podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no quedaba otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la «alta personalidad».

    ¿Quién era aquella «alta personalidad» y qué cargo desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir. Conviene saber que dicha «alta personalidad» había llegado a ser tan sólo esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por completo desconocido. Además su posición tampoco ahora se consideraba como muy importante en comparación con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que consideran como muy importante lo que los demás califican de insignificante. Además, recurriría a todos los medios para realzar su importancia. Decretó que los empleados subalternos le esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente a él sino que las cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que presentar la solicitud de audiencia al secretario del Gobierno, quien a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba «sala de reuniones». A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la «sala de reuniones» apenas si cabía un escritorio de tamaño regular.

    El modo de recibir y las costumbres de la «alta personalidad» eran majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La base principal de su sistema era la severidad. «Severidad, severidad, y… severidad», solía decir, y al repetir por tercera vez esta palabra dirigía una mirada significativa a la persona con quien estaba hablando aunque no hubiera ningún motivo para ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo gubernamental, ya sin eso estaban constantemente atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su conversación con los subalternos era siempre severa y consistía sólo en las siguientes frases: «¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla ? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?»

    Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de general le había hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior al suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.

    Tal era la «alta personalidad» a quien acudió Akakiy Akakievich, y el momento que eligió para ello no podía ser más inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la «alta personalidad». Ésta se hallaba en su gabinete conversando muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a quien no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que deseaba hablarle un tal Bachmachkin.

    -¿Quién es? -preguntó bruscamente.

    -Un empleado.

    -¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo -dijo la alta personalidad. Es preciso decir que la alta personalidad mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la conversación había quedado interrumpida ya más de una vez por largas pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas palmaditas, diciendo:

    -Así es, Iván Abramovich.

    -En efecto, Esteban Varlamovich.

    Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que esperase el funcionario, para demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la antesala. Por fin. después de haber hablado cuanto quisieron o, mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario, que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su informe:

    -Creo que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.

    Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y le dijo:

    -¿Qué desea?

    Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado delante del espejo, a solas en su habitación, una semana antes que le nombraran para el nuevo cargo.

    Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de explicar como pudo o mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades y más palabras innecesarias. Rogaba a su excelencia que intercediera por escrito… o así…. como quisiera…. con el jefe de la Policía u otra persona para que buscasen el capote y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar, y por eso dijo bruscamente:

    -Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta así? ¿Acaso ignora cómo se procede en estos asuntos? Primero debería usted haber hecho una instancia en la cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el cual la transmitiría al secretario y éste me la hubiera presentado a mí.

    -Pero, excelencia… -dijo Akakiy Akakievich recurriendo a la poca serenidad que aún quedaba en él y sintiendo que sudaba de una manera horrible-. Yo, excelencia, me he atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios…, los secretarios… son gente de poca confianza..

    -¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted?.-exclamó la «alta personalidad»-. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los jóvenes con sus superiores y con las autoridades!

    Era evidente que la «alta personalidad» no había reparado en que Akakiy Akakievich había pasado de los cincuenta años, de suerte que la palabra «joven» sólo podía aplicársele relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.

    -¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!

    Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun otro que no fuera Akakiy Akakievich se habría asustado también.

    Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas si se pudo tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle, se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado.

    Pero aquella «alta personalidad», satisfecha del efecto que causaron sus palabras, y que habían superado en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy próxima al terror.

    Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la calle, esto son cosas que ni él mismo podía recordar, pues apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante se resfrío la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces una reprimenda!

    Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa ayuda del clima petersburgués, el curso de la enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso, únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el enfermo no muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:

    -Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de roble sería demasiado caro para él.

    Ignoramos si Akakiy Akakievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que las oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron quejarse de su Destino, ya que todo el tiempo permanecía en el delirio de la fiebre.

    Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le hiciese un capote con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces creía estar delante del general, escuchando sus insultos y diciendo: «Perdón, excelencia.» Por último se puso a maldecir y profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó, ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante; además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.

    Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe para quién quedó todo esto!

    Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el particular. Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.

    Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó, aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de capote, el cual reanimó por un momento su miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a veces sobre los privilegiados de la tierra…

    Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich se presentase inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le preguntaron:

    -¿Y por qué?

    -¡Pues, porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.

    Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después de muerto como recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.

    En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a poca distancia de él, se aparecía de noche un fantasma con figura de empleado que buscaba un capote robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres, sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente guateados: en una palabra: todas las pieles auténticas o de imitación que el hombre ha inventado para protegerse.

    Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar bien al espectro. Sólo vio que aquel le amenazaba desde lejos con el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares, sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes resfriados al ser despojados de sus capotes.

    Se comprende que la Policía tomara sus medidas para capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el lugar del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha, cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.

    Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a una persona viva, y se limitaban solo a gritarle desde lejos: «¡Oye, tú! ¡Vete por tu camino!» El espectro del empleado empezó a esparcirse también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo horrible entre la gente tímida.

    Pero hemos abandonado por completo a la «alta personalidad», quien, a decir verdad, fue el culpable del giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la «alta personalidad» sintió algo así como lástima, poco después de haber salido el pobre Akakiy Akakievich completamente deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e incapaz de resistir la reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado. Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable, tomó parte en las conversaciones de un modo agradable; en un palabra: pasó muy bien la velada. Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como se sabe, es un medio excelente para comunicar alegría. El champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo corriente, así es que resolvió no volver directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso que digamos que la «alta personalidad» ya no era un hombre joven. Era marido sin tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano, diciendo: «Bonjour, papa.» Su esposa, que era joven aún y no sin encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego, volviéndola hacia fuera tomaba la de él y se la besaba a su vez. Pero la «alta personalidad», aunque estaba plenamente satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas existen en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.

    Así, pues, la «alta personalidad» bajó las escaleras, subió al trineo y ordenó al cochero:

    -¡A casa de Carolina Ivanovna!

    Envolviéndose en su magnífico capote permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en perseguirlas ni en buscarlas. Lleno de contento, rememoró los momentos felices de aquella velada y todas sus palabras que habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, alguna de las cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus ganas.

    De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además montones de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.

    De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por el cuello; volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto reconoció en él a Akakiy Akakievich. E1 rostro del funcionario estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de un difunto. Pero el terror de la «alta personalidad» llegó a su paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las siguientes palabras:

    -¡Ah! ¡Por fin te tengo!… ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu capote! No quisiste preocuparte por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien: dame ahora el tuyo!

    La pobre «alta personalidad» por poco se muere. Aunque era firme de carácter en la cancillería y en general para con los subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su gallarda figura, no se podía por menos de exclamar: «¡Vaya un carácter!», nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:

    -¡A casa, a toda prisa!

    El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos decisivos, y que solía ser acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad. A los seis minutos escasos la «alta personalidad» ya estaba delante del portal de su casa.

    Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A duras penas consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo su hija:

    -¡Qué pálido estás, papá!

    Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos: «¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?» Y si así sucedía, nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del general le había venido justo a la medida. De todas formas, no se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los transeúntes.

    Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron tranquilizarse y contaban que el espectro del difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por detrás de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento -en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le derribó, provocando así las risas de los cocheros que le rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco-, como decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad hasta que aquel volvió de repente la cabeza y le preguntó:

    -¿Qué deseas? -y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas vivas.

    -Nada -replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.

    El fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A grandes pasos se dirigió al puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la noche.

  • ASUNTOS DE LOS SUEÑOS: Lucía (2), de Lily Roses

    Mis labios chocan contra los de ella precipitándose al vacío de forma brusca y atolondrada. Ella se queda rígida, pero no me rechaza. Quizá por la sorpresa, o quizá porque… Bueno, yo aprovecho la situación y la exprimo, saboreando la suavidad de sus labios.

    Nada que ver con besar a un hombre, no pincha… no es brusco ni tosco… es dulce y parece reunir más sentido. Coloco mis manos rodeando su rostro para evitar que se me escape. Ella sigue tan estática como un gran pilar de piedra.

    Quizá no le esté gustando.

    Pero a mí sí.

    Y mucho.

    Ahora lo entiendo. Ahora lo sé.

    Esta sensación sin igual, las mariposas en mi estómago, el frenesí de mi corazón palpitando a toda velocidad. Nunca sentí nada igual besando a un hombre. Pero era lo que debía hacer. Besar a hombres. Enamorarme de hombres. Acostarme con hombres. Eso es lo que la sociedad estipula y nunca me planteé nada que no fuese por el camino normalizado.

    Pero aquí y ahora, mientras la beso… me doy cuenta de todas las mentiras, de todos los engaños de mi mente. Todos los “te amo” que nunca surgieron del corazón, todos los gritos en la cama fingidos, ese vacío tan grande cuando me abrazaban.

    Nada podía llenarme y ahora entiendo por qué.

    Soy lesbiana.

    Y muy lesbiana.

    Estoy más excitada ahora de lo que lo he estado en toda mi vida.

    Pero en ese momento suena de nuevo el teléfono de Ana. Ella se separa con expresión contrariada que intenta disimular mientras sus manos temblorosas buscan el móvil en el interior de su chaqueta.

    Descuelga.

    • ¿Sí?

    Está tan cerca que escuchó lo que dicen desde el otro lado de la línea.

    – ¿Hola? ¿Conoce usted a María García? – Preguntan con voz dubitativa, y siguen… – Verá… le llamo desde el hospital Juan Carlos, de Madrid. Este es el último número marcado con su teléfono.

    A Ana le cambia la cara radicalmente. María es su amiga de toda la vida. Alguna vez ha venido por aquí, la he visto alguna vez de hecho.

    • Sí, sí que la conozco. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

    Se separa de mí y sale al rellano, la sigo.

    – Sí, sí tranquila señora… ella está bien, pero ha recibido un duro golpe en la cabeza. Nada grave, pero pensamos que su familia o amigos debían saberlo. ¿Puede usted venir al hospital? Quizá no sea buena idea que pase las siguientes horas sola.

    Ana se muerde el labio, evidentemente no puede ir ¿O sí? Veo en sus ojos cómo estudia sus opciones. Ante la ausencia de respuesta, la mujer de la otra línea añade:

    – Había otra llamada, un tal Carlos, ¿Quiere que le llamemos a él mientras usted… decide – dice esto con bastante acritud, – si puede venir o no?

    Gruñe y se enfada. Sacude la cabeza, vuelve a morder su labio inferior (algo que me excita mucho) y vuelve a soltar un gruñido.

    – Por favor, llámele a él y si él no puede, que es bastante probable, vuelva a llamarme… veré que puedo hacer.

    Se despiden y Ana, abochornada da un suspiro tan profundo que debe de haber salido desde lo más recóndito de su ser. Me mira unos instantes y niega.

    • Estoy liada con Manolo.

    Suelta, así, ¡Plof! Como si quisiera acabar con todos los problemas de a una y de golpe. Agacho la cabeza y asiento.

    • Lo sé. Desde hace mucho.

    Noto su mirada clavada en mi nuca y no lo soporto, me doy la vuelta y tomo aire. Las dos tenemos un sin fin de problemas que se nos van acumulando a nuestras espaldas. Llevo mis manos a mi vientre y siento de nuevo como la ansiedad arde en mis entrañas.

    • Necesito decir esto en voz alta para sentir el peso de la realidad.

    – El crío – sí, lo digo con un poco de asco, – no es de Manú, así que supongo que tienes vía libra con él. Que seáis felices.

    Aprovechando que seguimos en el rellano, entro en casa y doy un portazo, dejándola a ella en el otro lado.