
En esta su ópera prima, la directora vasca Estíbaliz Urresola Solaguren nos presenta un drama familiar que se despliega como un panal de voces entrelazadas, donde el zumbido de las abejas no es solo un fondo sonoro, sino un eco metafórico de la diversidad humana. Ambientada en un verano asfixiante en el País Vasco, la película sigue a Ane (Patricia López Arnaiz), una escultora en crisis personal y creativa, y su hija de ocho años, Cocó/Aitor/Lucía (Sofía Otero), quien navega por las aguas turbulentas de su identidad de género. Con una duración de 129 minutos, esta cinta no busca ser un panfleto ideológico, sino un retrato tierno y crudo de cómo las colmenas humanas —familias, comunidades— se reorganizan ante lo inesperado. Ganadora de tres Premios Goya (Mejor Dirección Novel, Mejor Guion Original y Mejor Actriz de Reparto para Ane Gabarain) y el Oso de Plata en Berlinale 2023, la obra trasciende el cine rural español al entrelazar intimidad doméstica con reflexiones profundas sobre el yo y el nosotros.
Urresola Solaguren teje una tela de araña visual y sonora que evoca la fragilidad y la resiliencia de un enjambre. La fotografía de Gina Ferrer, con su luz natural cruda y encuadres que capturan el sudor perlado en la piel y el vuelo errático de las abejas, convierte el paisaje vasco en un lienzo vivo, donde el verde húmedo de las colinas contrasta con la sequedad emocional de los personajes. El simbolismo de las abejas es magistral: no un cliché forzado, sino una red de metáforas orgánicas que ilumina la diversidad —“hay muchas especies de abejas y todas son buenas”, dice la tía Lourdes (Ane Gabarain) en una escena pivotante que resuena como un mantra poético. La cera de abeja, usada por Ane para moldear autorretratos, se convierte en alegoría de la identidad maleable: cuerpos que se esculpen, se deshacen y se rehacen, como en la secuencia donde Lucía forja una sirena de cera, un acto de autoafirmación que brilla con la inocencia de la infancia. El montaje de Raúl Barreras, fluido y contemplativo, evita el melodrama, optando por un ritmo que imita el pulso lento de un ritual vasco: golpes suaves en las colmenas para pedir miel al nacer o cera al morir, rituales que Urresola eleva a poesía cinematográfica. Es un cine que respira, que huele a miel y a tierra, y que, en su sutileza, recuerda a las obras de Alice Rohrwacher o Carla Simón, pero con un pulso queer que infunde frescura y vitalidad a la tradición ibérica.

Técnicamente impecable para un debut con presupuesto modesto (alrededor de dos millones de euros), la película destaca por su naturalismo depurado, que prioriza la autenticidad sobre el artificio. La dirección de actores es un triunfo: Sofía Otero, con solo ocho años, ofrece una interpretación colosal, un remolino de vulnerabilidad y curiosidad que ancla el film sin un solo gesto forzado —su Oso de Plata en Berlín no fue casualidad, sino merecido por escenas como la del baño público, donde el pánico infantil se dibuja en un rostro que dice más que cualquier diálogo. Patricia López Arnaiz, como Ane, equilibra la frustración materna con una honestidad brutal, mientras Gabarain y Itziar Lazkano (como la abuela Lita) aportan capas generacionales con matices sutiles, desde el pragmatismo apícola hasta el resentimiento heredado. El diseño de sonido, con el zumbido constante de las abejas como leitmotiv, integra el entorno rural de forma inmersiva, y el uso del euskera en diálogos cotidianos añade textura cultural sin alienar al espectador. Si hay una ligera repetición en los temas —la trama avanza más por acumulación emocional que por giros—, es un riesgo calculado que fortalece el mosaico coral, evitando ser panfletario y optando por una cámara manual que sigue a los personajes como un enjambre invisible. En resumen, un manejo técnico que prioriza lo humano por encima de lo espectacular, logrando un crescendo emocional en el clímax que deja al público con el corazón en la garganta.

En el núcleo de “20.000 especies de abejas” late una interrogante universal: ¿qué significa ser auténtico en un mundo que impone roles como panales rígidos? La cinta interpreta la transición de Lucía no como un drama aislado, sino como catalizador de un despertar colectivo: Ane confronta su propia identidad artística, heredada del padre escultor cuya sombra patriarcal (revelada en un álbum de modelos desnudas) cuestiona el legado familiar. La familia, ese microcosmos vasco de chismes y abrazos ásperos, se convierte en metáfora de la sociedad: la abuela Lita encarna el conservadurismo bienintencionado que ve “monstruos donde no los hay”, mientras Lourdes, la apicultora queer implícita, representa la aceptación radical, golpeando la colmena para celebrar la vida en todas sus formas. Urresola, influida por la ideología queer sin caer en dogmas, propone que la identidad no es un destino anatómico, sino un flujo —larvas que mudan piel, abejas que polinizan lo diverso. Es una oda a la (in)comunicación generacional: el niño que pregunta “¿desde cuándo sabes que eres chico?” a su hermano revela cómo lo innato choca con lo impuesto, invitando al espectador a un autoexamen sereno. En última instancia, la película no convence ni educa; revela que la verdadera picadura no viene de las abejas, sino de la negación del otro, y que en la colmena humana, como en la naturaleza, la prosperidad nace de abrazar las 20.000 especies que habitan en nosotros. Una obra necesaria, luminosa y punzante, que transforma el verano en un himno a la libertad de ser.


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