La muerte no es lo contrario de la vida, sino una parte de ella.

“En plena crisis de pareja, un retratista de cierto prestigio abandona Tokio en dirección al norte de Japón. Confuso, sumido en sus recuerdos, deambula por el país hasta que, finalmente, un amigo le ofrece instalarse en una pequeña casa aislada, rodeada de bosques, que pertenece a su padre, un pintor famoso.

En suma, un lugar donde retirarse durante un tiempo. En esa casa de paredes vacías, tras oír extraños ruidos, el protagonista descubre en un desván lo que parece un cuadro, envuelto y con una etiqueta en la que se lee: «La muerte del comendador». Cuando se decida a desenvolverlo se abrirá ante él un extraño mundo donde la ópera Don Giovanni de Mozart, el encargo de un retrato, una tímida adolescente y, por supuesto, un comendador, sembrarán de incógnitas su vida, hasta hace poco anodina y rutinaria.”

Así es la sinopsis del primer tomo, la novela está compuesta de dos, de La muerte del comendador, la historia de una huida y un regreso de un pintor, cuyo nombre no se nos revela, que ha perdido el curso narrativo de su existencia, el cual irá recuperando, hilo a hilo, trozo a trozo, a lo largo del camino.

Artista con mucho futuro ha terminado por vivir, sin embargo, trabajando como retratista, sin otro horizonte definido a sus tempranos treinta y seis años, mientras ve cómo su matrimonio se derrumba y su autoestima se va a la deriva. Solo le queda huir de sus propias emociones, por carreteras secundarias, hasta convertirse en una especie de solitarios samurai en las montañas cercanas a Odawara donde se cobija en la casa de otro pintor famoso, Tomohico Amada, que está agotando sus últimos días, con demencia senil, en una residencia de ancianos.

Pero en este lugar le espera el mundo de los espíritus inmerso en el otro material y pragmático: una campana misteriosa que suena en el bosque por las noches, un pozo seco de piedra camuflado entre la maleza que debe tener alguna misteriosa utilidad, el hallazgo en el ático de una pintura del dueño de la casa, no catalogada e ignorada por todos, cuyo título, La muerte del comendador, se inspira en una escena de Don Giovanni de Mozart. Y poco a poco, por su apartado retiro comienzan a desfilar una serie de personajes que le cambiarán la vida.

Y es que Murakami concibe la escritura de la misma forma que el pintor su obra: un camino creativo por el que va dando bandazos, donde a veces se detiene sin más para proseguir por otro sendero que ha aparecido de la nada en algún recodo, y todo cambia con tanta frecuencia que el lector llega a preguntarse si la imaginación le ha gastado alguna mala pasada… Pero no, Murakami conoce perfectamente el mapa de su genialidad y al final todo encaja, todo se relaciona, todo se encauza.

Pronto sabremos del vecino, Menshiki, un hombre solitario carismático e insultantemente rico, que ha comprado una mansión solamente para observar a una niña, cuyo hogar se levanta a cierta distancia sobre otra ladera, y a la cual cree que pueda ser su hija. Una niña increíble que admite lo mágico con total naturalidad y que mira a los cuadros como si tuvieran vida propia, o fueran la puerta a otra dimensión, y considera a los fantasmas como algo natural.

Nuestro pintor los recibe a todos en su nueva casa: al enigmático magnate de la gran casa blanca que lo observa todo desde su atalaya con prismáticos especiales del ejército; al fantasma del todavía vivo dueño de la casa, quien en su juventud tuvo un amor y un infierno en la Viena nazi de 1930; a la “idea”, tal como él mismo se autodenomina, del propio Comendador del cuadro convertido en una especie de duende de unos sesenta centímetros de altura y que le advierte contra las metáforas dobles… Y todo se mezcla, la realidad y la fantasía, hasta crear una masa amorfa que va creciendo hasta que nos surge la duda de si la novela podrá tener un final alguna vez o se deshilachará como una chaqueta vieja.

Pero Murakami se maneja a la perfección entre lo cotidiano y lo absurdo, y así igual nos traslada con su amante casada a través de sus conversaciones y actos sexuales, aún a sabiendas de que pueden ser contemplados por “la idea” del Comendador que aparece cuando le place y sin avisar, o nos hace contemplar los cuadros inacabados, quizá para siempre, con los ojos de esa niña de trece años seria, misteriosa, valiente y atrevida, o nos deja acompañar a la tía de la niña leyendo un libro cuyo título se niega a desvelar mientras espera, durante dos horas, cada domingo, a que su sobrina pose para un retrato.

Pero al igual que los cuadros de este pintor, todos los personajes parecen inconclusos, como esperando la pincelada definitiva que los complete… tal vez sea la forma en que Murakami ve el mundo que le rodea, repleto de entradas y salidas, de callejones cerrados o de vías que no llevan a ninguna parte, de agujeros de gusano y puntos ciegos, pero, sobre todo, de cabos sueltos. Y es que esta novela se va desarrollando con la experiencia del propio lector: un personaje que busca el camino correcto, una historia para distraer de los problemas, un estudio sobre la amistad, la leyenda de una casa encantada, la extraña relación entre un padre y su hija que ignoran que lo sean, la frustración de un divorcio que le ha descubierto no conocer cómo era en realidad la otra persona, las relaciones físicas como tabla de salvamento… y todo envuelto con la música clásica o la de Bruce Springsteen o Bob Dylan y las películas de Akira Kurosawa… y el eterno vaso de whisky.

Tal vez en otro autor encontraríamos lagunas que reprocharle, pero Murakami tiene el arma del lenguaje de su prosa: cálido, conversacional y sembrado de tranquilas profundidades, como si estuviéramos hablando con ese amigo o esa amiga a quien le podemos contar hasta los puntos más íntimos y de cuya mano nos atrevemos a adentrarnos a la más peregrina de las aventuras.