
Manuela Penarrocha tiene trece años. Sentada en una sillita baja de enea en el portal de su casa, cose las alpargatas como nadie. La niña de ojos grises y cabellos de oro recuerda a su padre. Él, como el resto de carlistas, hombre de alpargata, garrote, trabuco y faca en los pliegues de la faja, ha llevado unas como estas para hacer la guerra. Quiere abrazarlo, sentir el calor de su beso en la frente. Añora su mirada dura y a la vez llena de ternura, su risa honda. Solo espera que vuelva para verlo luchar de nuevo por sus ideales, para devolver a su familia y al pueblo la dignidad perdida, a vida o muerte. Por el color de sus cabellos, su padre, Tomàs Penarrocha Penarrocha, es para todos en Forcall conocido como el Groc.
Fernando VII, tres años antes de su muerte, viendo que ya era imposible tener descendencia masculina directa, promulgó la Pragmática Sanción, mediante la cual se derogaba el Reglamento de sucesión establecido por Felipe V un siglo antes, más conocido por la Ley Sálica, que establecía la prohibición de heredar el trono a las mujeres, por lo cual su hija Isabel, una niña de apenas tres años, a la muerte del rey, se convertía en Princesa de Asturias en detrimento de su tío Carlos María Isidro.
Al ser menor de edad Isabel, asumió la regencia su madre María Cristina de Borbón quien tuvo que apoyarse en los liberales para poder salvaguardar el trono de su hija ante el levantamiento de los absolutistas favorables al reinado de Carlos. De esta forma comienza un periodo de guerras civiles en España entre dos bandos totalmente antagónicos: los carlistas o apostólicos, que representaban la concepción de una sociedad tradicional y reaccionaria, tal como rezaba en su lema: “Dios, Patria, Rey”, afincada principalmente en el mundo rural, y la modernidad representada por los isabelinos o cristinos, engrosada, mayoritariamente, por la media y alta burguesía ciudadana.

Estas guerras carlistas fueron tres, con varios alzamientos puntuales entre ellas: La primera, que duró desde 1833 hasta 1840; la segunda, desde 1846 a 1849, y la tercera, desde 1872 a 1876. Los sucesos que nos ocupan en este libro ocurrieron al finalizar la primera, la cual comenzó a la muerte de Fernando VII y nombrarse heredera su hija Isabel gracias a la Pragmática Sanción, como ya hemos citado anteriormente, sin embargo, el hermano del difunto monarca se consideraba el único heredero al trono, por lo que Carlos María Isidro de Borbón reunió un ejército de incondicionales y se dirigió hacia Madrid, con el apoyo de los reinos absolutistas de Europa: Rusia, Austria y Prusia, aunque nunca logró entrar en la capital defendida por el ejército de la regente, apoyada, a su vez, por los reinos más liberales del continente: Inglaterra, Francia y Portugal. En el inicio, las fuerzas carlistas, comandadas por el general Zumalacárregui, adquirieron una cierta ventaja, sin embargo, tras la muerte de éste en el sitio de Bilbao, el general Espartero, al frente de las tropas isabelinas, cogió la iniciativa acabando por conseguir la victoria, firmándose la paz mediante el Convenio de Vergara, en 1939, entre los generales Espartero, en nombre de la reina, y Moreto, representando a Carlos, en el cual también se acordaba mantener los fueros de las provincias rebeldes de Navarra y el País Vasco, además de la integración en el ejército liberal de todos los oficiales carlistas. Pero no todos estuvieron de acuerdo, y en una zona montañosa a caballo entre las provincias de Teruel, Tarragona y Castellón, el Maestrazgo, con centro en la ciudad castellonense de Morella, el general Cabrera mantuvo la guerra un año más.
Durante esta primera guerra carlista, en las comarcas del Maestrazgo y Els Ports se hizo fuerte la figura de Ramón Cabrera, apodado “El Tigre del Maestrazgo”, comandando las tropas de voluntarios adictos a la causa de Carlos María Isidro, y uno de estos voluntarios era Tomás Penarrocha, natural de la población de Forcall, donde era conocido como “El Groc” por el color rubio de su pelo y barba, quien luchando a las órdenes de su líder, adquirió una gran fama por su valentía y decisión, hasta ser considerado por sus convecinos como un héroe, por lo que fue nombrado cabeza de los voluntarios. Al ser finalmente derrotado Cabrera en 1840, y partiendo éste con sus hombres al exilio en Francia, el Groc decidió continuar por su cuenta la lucha por las montañas de su tierra, unas veces acompañado de otros rebeldes y otras en solitario, desde 1841 hasta 1844, en lo que los lugareños llamaron “la guerra del Groc”, adquiriendo esta rebelión la categoría de leyenda.

Víctor Amela, autor de La hija del capitán Groc, ha escrito su novela dándole un sabor épico, sin pretender disfrazar ni ocultar los horrores cometidos por el protagonista, aunque ellos casi siempre respondieran a otros similares perpetrados por el bando contrario, como tristemente suele ocurrir en todas las guerras, y más en las que andan por medio las ideologías intransigentes. Este hombre vivía, y estaba dispuesto a morir, por defender su forma de vida basada en el lema “Dios, Patria, Rey”, y su firme voluntad era capaz de arrastrar a la locura colectiva del fanatismo a una multitud de hombres de aquellos pueblos serranos, pero mientras ellos se batían en su guerra particular por los montes, masías y caminos, en los pueblos sufrían las consecuencias las mujeres y los niños a las manos despiadadas de soldados vengativos y crueles. Por ello, ante las posibles acusaciones de maniqueísmo en el tratamiento de ambos bandos en la novela, Víctor Amela se defiende: “Hay una mirada compasiva tanto por los carlistas como por los liberales, pues todos se vieron arrastrados por sus respectivas ideas a un drama cruento. El protagonismo de los carlistas me obliga a presentarlos bajo una luz íntima que permita al lector empatizar con ellos, para que comprenda hasta qué punto todos somos víctimas trágicas de los ideales que nos poseen. No tenemos ideas: las ideas nos tienen a nosotros”. Y entre tanta miseria moral, al Groc solo le salvaba el amor que sentía por su hija Manuela, una niña de catorce años capaz de serle fiel a pesar de la prisión y el exilio.

Es esta una novela básicamente histórica, como nos aclara el propio autor al final de la misma: “Los bandos, los edictos, las proclamas, los artículos de prensa, las epístolas y las partidas de nacimiento y defunción que aparecen en la novela transcriben documentos auténticos. Los personajes de esta novela existieron hace ciento setenta y dos años, y respeto sus cronologías y los hechos principales que protagonizaron”. Víctor Amela, barcelonés de nacimiento, pero con raíces forcallanas, veraneaba de niño en el pequeño pueblo de Forcall, cercano a Morella (Castellón), y allí escuchó, en múltiples ocasiones, contar a los más mayores las aventuras del Groc, y producto de aquellos relatos, y sus posteriores investigaciones, surgió este libro galardonado en 1916 con el Premio Ramón Llull, del que el mismo Víctor dice: “La época del Groc, entre la primera y la segunda guerra carlistas, es nuestro Far West ibérico. El Maestrazgo es nuestro western, con sus personajes intensos armados de trabucos, puñales, pistolas y caballerías. Gentes recias que vivía en escondrijos, barrancos y cuevas, y protagonizaba asaltos, persecuciones, secuestros y rescates. Bandos enfrentados, busca y captura, recompensas, pugna desigual entre los proscritos y el ejército”.

Ahora hace 174 años de la muerte del Groc a manos de aquellos que consideraba amigos y uno de aquellos traidores le arrancaba los bigotes rubios para enviárselos a la reina Isabel II, una jovencita de catorce años, como su propia hija, en cuyo nombre, y en el de su tío, habían corrido ríos de sangre y se habían cometido todo tipo de atropellos y perversidades que todavía resuenan en aquellas tierras bravías de Els Ports de Morella, en sus cuevas y ermitas, en sus muelas y castillos, en sus ríos y barrancos, en sus masías y en sus aldeas, y en la memoria ancestral de sus gentes.
Para hablar de Víctor Amela utilizaré la breve presentación que aparece en el libro: “Víctor M. Amela, Barcelonés nacido en 1960, es novelista y periodista. Decano de la crítica televisiva en la prensa española, la ejerce desde hace treinta años en La Vanguardia, donde es el cocreador de la sección ‘La Contra’ (1998), estimulado por una curiosidad ilimitada. Colabora en programas de televisión y radio y es también el autor de las novelas El càtar imperfecte (2013) y Amor contra Roma (2014). Portador de genes forcallanos, sostiene que un día mereceremos no tener presidentes ni gobiernos ni leyes, cree en la imaginación creadora y cita a Llull: ‘Ya que existimos, ¡alegrémonos!’”
