Estoy llevando a Lucía (bueno, a una versión demasiado adulta de Myrttle la Llorona) a su casa, cuando leo el mensaje de María.

Me parece descortés desatender a Lucía para decir a mí amiga que su casa se quema. Que se espere un poco.

Tengo la cabeza demasiado embotellada, además, para dramas ajenos… como si el percal que tengo yo aquí no fuese suficiente.

La tía no para de llorar, es un mar de lágrimas que me está empezando a sacar de mis casillas. De hecho, me tiembla un poco el pulso al volante. Sé que estoy siendo una egoísta de mierda, pero coño, tampoco es para tanto. Sólo es un bebé.

Sólo es un bebé.

Sólo es un bebé.

Si lo repito, en mi cabeza al final parece algo tan banal como una verruga en la punta de la nariz. Claro, porque no soy yo la que está preñada… ahí ya estaríamos hablando de verrugas más vergonzosas en zonas más feas. O algo así.

– ¿Y por qué no abortas?

Lo suelto así, como si fuera un tema fácil de la leche. Como quien va al dermatólogo a que le quiten la horrenda protuberancia.

Conozco a una chica de la academia que también tuvo que abortar. A ver, asumámoslo, es lo más sensato. Somos bailarinas, nuestro futuro depende de estar en plenas condiciones y además somos jóvenes.

A esa chica no le costó mucho tomar la decisión. Desde el día que lo supo, lo tuvo claro. Ella tenía una mala situación con su pareja y toda una vida por vivir. Como Lucía.

– Supongo que es lo mejor… supongo.

Suspira profundamente. ¿Cómo que supone? He visto daltónicos más seguros a la hora de cruzar un semáforo… ¡Esta chica me va a costar la cordura!

Resoplo y aparco en doble fila. Estoy en la puerta de su piso. Perdón, de su loft diáfano de ultimísima moda en cuanto a decoración. Igualito que mi casa.

– ¿Subes conmigo un rato? No quiero estar sola.

Me mira con una expresión tan lastimera que me siento incapaz de decirle que no.

– Voy a aparcar ¿Vale? Ahora subo.

Ella asiente y baja del coche. Espero a que cruce la calle y entre para dar un cabezazo tremendo al volante, haciendo sonar el claxon.

– Me cago en los soldaditos veloces que la madre de Manolo puso a su hijo y en el liberalismo del siglo XXI.

Marco el número de María, da tono y al segundo responde.

– ¿Qué quieres?

Me suelta. Casi un gruñido. Suspiro. Lo que me faltaba.

– Tu casa se quema.

Casi oigo chirriar sus dientes, ¿Tan mal ha ido la cita? Entre toda la historia de Julián, la cual, por cierto, yo me chupé desde el primer día hasta el último, y el caso “Charly y la fábrica de incoherencias” María está bipolar perdida la pobre. No la mando a la mierda porque, pese a todo, la quiero.

– Como si se quema la maldita ciudad entera.

Cuelga.

– Pues vale.

Respondo al teléfono que me devuelve pitidos de desconexión.

Desde luego, tenemos el maldito mundo enrevesado que nos hemos buscado. Es todo lo que sé. ¿Y quién me mandaría a mí acabar enamorada de un tío con novia? Toda una vida totalmente sola, centrada en lo que importaba, para que viniese un tocapelotas a revolucionar mis entrañas.

Yo nunca he sido de tomar el camino fácil. No lo hice cuando decidí estudiar baile en vez de una carrera. Y no lo hice cuando decidí hacerlo en Barcelona en vez de en el conservatorio más cercano a mi pequeño. pero entrañable, pueblo perdido de la mano de dios.

Sé que, para algunas de mis amigas, la aldea (como María y yo la llamamos) es más que suficiente, pero no lo es para nosotras dos… Por cuestiones bien diferentes…

A mí se me quedaba demasiado pequeña y para María era una cárcel llena de recuerdos que la atosigaban día y noche.

Envidio, de verdad envidio, a aquellos que se conforman con tan poco. Una tienda, un bar, un parque, una plaza mayor… y millones de naranjos y pinos que nos rodean allí como guardianes perennes. ¡Y la vida es fácil así! Sin más.

Pues no, la vida así no es fácil para mí. Al contrario, es abrumadoramente complicada. Apuesto a que quien sepa lo que es pasear y que te critiquen por llevar unas botas demasiado modernas o salir a deshoras a tomar algo y que te conviertas en el foco de todos los critiqueos de la tercera edad… sabe a lo que me refiero.

Por no hablar del clásico “¿Qué hacemos hoy?” Cuya única respuesta posible es “Ir a tomar algo al bar junto a los abueletes que berrean en sus partidas de dominó o guiñote”. Virgen santa, me asfixio de solo pensarlo…

Y claro, con los tíos yo no iba a ser diferente, ¿Por qué conformarme con una relación normal en la que él solo me quisiera a mí? ¿De qué me serviría confiar a mí en mi pareja? Si es que se le puede llamar pareja.

Hay días en los que confiar en sus palabras en tan difícil que la paranoia en mi cabeza es tan grande que la lobotomía parece ser la mejor de las opciones.

¡Es que soy idiota! ¡Qué coño va a estar enamorándose de mí y que otro coño va a dejarla si ahora la muy victimista se ha quedado preñada! ¡Seguro que lo ha hecho a propósito! ¡Y yo más gilipollas todavía, si es que puedo serlo más, porque aquí estoy, haciendo de hombro sobre el que ella llore!

¡TO-CA-ME-LA-FLOR!

No sé ni cómo he llegado hasta el portal de Lucía, pero lo he hecho. De verdad, no sé ni dónde he aparcado. Mis periodos de ausencia mental cada día son más exagerados y empiezo a preocuparme bastante.

Toco el timbre y me descuelga rápido. Abre.

Vive en el último piso… sin ascensor. ¡Por eso tiene las piernas tan perfectas! ¡Ella no necesita gimnasio!

¡Cómo la odio, joder, como la odio!

Ya estoy arriba, abre la puerta. Ya no llora, pero se la ve realmente nerviosa. Se muerde el labio inferior y sin preparación ninguna, ¡ME BESA!