Que vivimos insertos en relaciones es algo que no es necesario explicar ni algo en lo que es preciso insistir. Cómo las entendemos y vivenciamos configura y, a veces, determina nuestra experiencia y nuestra realidad. Y nos genera creencias, que sustentan nuestra “verdad”.

Existen relaciones verticales y horizontales, que se erigen según la manera de armonizar dos actitudes básicas: dar y tomar.

Las relaciones verticales son las que se dan, por ejemplo, entre padres e hijos, y entre maestros y alumnos. En ellas, los padres y los maestros son los que dan y los hijos y los alumnos son los que toman, sin posibilidad de que lo tomado sea “devuelto”, sino entregado a generaciones siguientes. Se asemeja a la dirección del agua en una fuente o en un río: no es posible volver hacia atrás. En esta relación el dar y el tomar no es bidireccional. Es por ello que los hijos y los alumnos no pueden atender las necesidades ni las expectativas de los padres y los maestros.

Las relaciones horizontales son las que se dan entre iguales: hermanos (mayores de edad), parejas, compañeros de trabajo… Aquí sí que existe bidireccionalidad. Se asemeja a las relaciones en el ciclo del agua. Ni siquiera el jefe escapa de esta relación horizontal, a pesar de que pueda parecerlo debido a la “función” que ejerce.

A veces estas relaciones hacen de espejo y es posible que vivamos la relación con nuestra pareja como si fuera nuestra madre; con nuestro jefe como si fuera nuestro padre; con nuestros compañeros de trabajo como si fueran nuestros hermanos… ¡Son cosas de la complejidad humana!

Y no podemos hablar de relaciones, sin hablar de jerarquía u holoarquía, ya que las relaciones si no están organizadas no son más que meros conglomerados. Así es cómo diferenciamos “sistemas” de “conjuntos”. Es fácil confundirlos, y, por lo tanto, pervertirlos.

De hecho, según palabras de Ken Wilber en su libro Breve historia de todas las cosas, existe la perversión del concepto de jerarquía u holoarquía y que deriva “cuando un determinado holón de una jerarquía natural abandona su lugar e intenta dominar a la totalidad imponiendo una jerarquía de dominio, una jerarquía patológica (algo que ocurre, por ejemplo, cuando una célula cancerosa somete a la totalidad del cuerpo, cuando un dictador fascista tiraniza al cuerpo social o cuando un ego represivo esclaviza al organismo)”.

A veces los jefes se olvidan de que son holones que pertenecen a una totalidad. Y entonces se pervierten vivencias como la “democracia”, el “diálogo”, la “solidaridad”… incluso otras como el “feminismo” y la “igualdad”. ¡Y tantas otras!

De hecho, mis peores experiencias han derivado de la convivencia (laboral) con aquellos que se autodenominaban demócratas y progresistas, y que alardeaban de haber corrido con los grises (nunca supe muy bien en qué bando).

Lo cierto es que la manera en la que una persona sustenta el “poder” dice mucho de su manera (sana o insana) de relacionarse.

Cuando desconectamos de nuestra esencia (como holones) y de nuestra pertenencia (a la totalidad) vamos forjando las bases de que yo denomino “despotismo iletrado”, que es una manera de nombrar la jerarquía patológica.

El “despotismo iletrado” tiene muchas consecuencias; algunas de ellas muy graves. Y también paga altos precios, como, por ejemplo, la hipoteca de nuestra libertad. Funciona, esencialmente, desde la falacia, el miedo a la culpa y la exclusión del dolor. Y se manifiesta a través de “buenas intenciones”, con las que se pavimenta el camino hacia el infierno; a través del mantenimiento de la inocencia, que no nos deja crecer; a través del fomento de una falsa “comunión”, que últimamente conlleva una defensa patológica de la mujer, y a través de la perversión de la individualidad, que se consigue silenciando la comunión, a cambio de favorecer privilegios individuales.

¡Es alucinante!

¡Y funciona hasta con personas inteligentes, que hayan decidido, consciente o inconscientemente, vender su libertad!

Hablo de “defensa patológica de la mujer” porque ya hace tiempo que observo que algunos defienden, de forma paradójica e insana, a la mujer, al excluir lo femenino, abanderando la individualidad más absoluta. ¡Curioso! Y de esta manera “atacan” a la mujer y al hombre en su esencia. Y genera una sociedad de mujeres y hombres enfurecidos y frustrados: de mujeres con envidia de pene, y de hombres con envidia de oxitocina. Una sociedad que iguala los sexos desdoblando los géneros.

¡En fin!

No es cualquier cosa esto del “despotismo iletrado”.

Como decía Santa Teresa de Jesús: “De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor”.

Este despotismo iletrado puede encontrarse en cualquier ámbito donde se establecen relaciones. Quizá la vivencia más desgarradora sucede cuando lo practicamos con nosotros mismos en las relaciones intrapersonales y excluimos de nuestro sistema vital el dolor y la culpa.

Cuando excluimos la culpa nos transformamos en víctimas, que no pueden tomar la vida y lo que ella conlleva. Y nos sentimos constantemente amenazados y presionados por una actitud defensiva. Ocurre, por ejemplo, cuando nos sentimos el blanco de todas las miradas, que leemos como juicios, y cuando sentimos que las opiniones de los demás no son una manera de rebatir las nuestras, sino de atacar nuestra propia persona… Cuando no queremos ser culpables creemos que eso se consigue desde la no-acción (intervención). Básicamente, no tomamos la culpa de que nuestras acciones y no-acciones pueden causar daño a los demás. Creemos que si no tomamos la culpa nos mantendremos “inocentes”. Creemos que así nos “salvamos” a nosotros mismos. Y, quizá, inconscientemente, actuemos sintiendo que así “salvamos” a otros de nuestro sistema, que actuaron como verdugos. Es una ilusión, sin duda; no obstante, muchas vidas se sustentan en ellas. El papel de víctima nos mantiene en la inocencia.

Cuando excluimos el dolor nos convertimos en eternos verdugos, que se impiden a sí mismos la emancipación y el desapego. Y sólo nos sentimos seguros en la vivencia del conflicto. Esto ocurre cuando nos sentimos encadenados a nuestros retos; cuando confundimos descanso con derrota o con debilidad, y rendición con sumisión o abandono… Creemos que el dolor vendrá cuando nos demos una tregua.

A pesar de la diferenciación de actitudes, lo común es que los roles se intercambien en relaciones más o menos desviadas. Lo patológico llega cuando nos encasillamos en ese rol y nos sentimos respaldados por la autocomplacencia que da la incomprensión. ¡Verdugos y víctimas son grandes incomprendidos!

En ocasiones imagino un contexto en el que se me presentan dos opciones: una de ellas es una puerta en cuyo dintel lleva escrito: “Vida”, y otra puerta con el cartel de: “Conferencia sobre la Vida”. Optamos por la puerta donde pone “Vida” cuando nos damos cuenta de que no es posible no-intervenir, no-actuar, no-comportarse, no-comunicar… no es posible la exclusión.  Optamos por la “Vida” cuando tomamos conciencia de que el hecho de existir ya nos convierte en verdugos.

Por otro lado, la vivencia del despotismo iletrado en las relaciones interpersonales, aunque no tan desgarradora como en las intrapersonales, a menudo, puede dificultar el disfrute de lo cotidiano y cerrarnos a procesos de crecimiento como la actualización de nuestras necesidades.

La práctica del despotismo iletrado no es difícil que nos acompañe, es cierto; no obstante, no siempre resulta fácil de identificar porque el traje de déspota es un disfraz camaleónico. El dictador se proclama como tal. El déspota no se reconoce a sí mismo como tal.

El déspota iletrado ha trasladado su existencia al engranaje de sus dilemas implicativos, es decir, al engranaje de una bici estática. De esta manera, aunque pedalee, nunca llega a ninguna parte. Pedalear no es más que una manera de retroalimentar su despotismo.  Y el contexto de sus acciones, pensamientos, sentimientos y voluntad siempre se circunscriben a las cuatro paredes donde tiene instalada su bicicleta.

Entonces, ¿cómo reconocerlo? Algunas pistas lo delatan.

El déspota iletrado cree estar en posesión de la verdad y bondad absolutas: cree que él sabe lo que mejor conviene al resto de personas que tiene a su alrededor, y además cree que está en posesión de la verdad que lleva a ello. Y para poner en práctica su verdad y su bondad necesita acallar las voces discrepantes; es por lo que no se lleva bien con el pensamiento divergente ni con la reflexión crítica. Aunque es posible que organice cursos sobre estos temas. (Recordemos que vive instalado en el engranaje de una bici estática).  De hecho, el déspota iletrado es aquel que organiza talleres y convoca cursos sobre temas de cierta trascendencia social, “progresista” como la igualdad, la solidaridad con los desfavorecidos, la defensa de las opciones sexuales, el laicismo…, pero te “obliga” a asistir a dichos cursos, a través de presiones más o menos explícitas. Si no lo haces es que eres un retrógrado insensible.

Para acallar las voces discrepantes utiliza diferentes estrategias:

Una de ellas es reducir al máximo los marcos y contextos que las propicien.  Si bien es cierto, puede parecer que promueve la reflexión invitando a ella. Si esto ocurre, si alguien aún no se ha dado cuenta de que está ante un déspota iletrado o a pesar de ello insiste en expresar su opinión, el déspota pondrá en acción una segunda estrategia: aplazar la discusión para otro momento que considera “más propicio”. Con toda seguridad ese tema ya no volverá a ser retomado, al menos por él.

En el caso de que el interlocutor vuelva a retomar ese tema, que desea ser excluido por el déspota, se pone en marcha una tercera estrategia: la reducción de la reflexión al ámbito de lo minoritario, utilizando como apoyo la falacia argumentativa “ad hominen”, es decir, en lugar de rebatir los argumentos, ataca a la persona que los esgrime. Ésta es una de sus preferidas. El déspota iletrado suele tomar las opiniones divergentes como un ataque personal. Se siente agredido en su autoconcepto. Y es por ello que suele responder a ellas reduciéndolas al ámbito de lo minoritario. Se trata de un juego metonímico inconsciente, pero así es.

El déspota más básico prioriza esta falacia en su “defensa”, y también suele incluir pseudoargumentos emocionales, alardeando de “buenas intenciones” (recordemos que se cree también en posesión de la bondad absoluta). El “bonismo” es su práctica habitual.  El déspota más técnico prioriza las falacias por generalización, apelando normalmente a las disposiciones legales o a la Constitución.

Otra de las estrategias consiste en evitar los grupos amplios donde expresar las opiniones. En los grupos reducidos también se reduce la exposición y es más fácil la manipulación con pseudoargumentos emocionales.

Además, el déspota nunca se autoevalúa ni revisa los acuerdos tomados. Y utiliza el silencio que él mismo ha propiciado como argumento en su “defensa”. “Si nadie dice nada de lo mío es que están de acuerdo”… Entonces es cuando me pregunto: “Y tú, ¿qué dices de lo tuyo?” El déspota nunca dice nada de lo suyo porque lo suyo es la verdad y la bondad.

Pero la medida estrella, sin duda, es la de sustituir los derechos colectivos por favores individuales. Ésta es la más eficiente manera que el déspota tiene para silenciar las voces (así en general, ni discrepantes ni favorables). El déspota iletrado confunde el ámbito individual con el colectivo y los pervierte al equiparar favores con derechos. Si te encuentras con alguien que incita a que vayas a su despacho a pedirle como favor individual aquello que corresponde a la esfera de los derechos colectivos, estás ante la práctica del despotismo iletrado.

Solemos confundir lo personal con lo individual. Lo individual no es más que una parte (una fractal o un holón) de la totalidad de la persona. En lo personal se incluye e integra lo individual y lo colectivo. Nuestras necesidades individuales se transforman en derechos en el cuadrante de lo colectivo.

Esta medida estrella es la que convierte el despotismo como integrante del campo semántico del caciquismo y el amiguismo. Y lo cierto es que no es fácil moverse en este ambiente. Con el déspota funciona el currículum oculto.

A la larga se descubre; pero para entonces es posible que andes liada en su red de favores pervertidos.

Nadie crea que estoy haciendo un retrato robot del diablo. Por lo menos no más allá del diablo que todos llevamos dentro. Hace poco le escuché a una amiga decir que nuestros encuentros con el diablo se circunscriben a esos momentos en los que no sabemos cómo movernos entre nuestras propias miserias. Y por estos lares todos transitamos en algún momento.  De hecho, al principio de este escrito comentaba que la vivencia más desgarradora se produce cuando el déspota iletrado configura nuestras relaciones intrapersonales; cuando nosotros somos nuestro peor enemigo.

Por ello, quizá, la manera de trascender la vivencia paralizante que implica una relación interpersonal con un déspota iletrado sea la de tomar la proyección que la Vida nos pone fuera y trasladar nuestro hogar un poco más dentro.