Según mi abuelo, corría el otoño de 1953 cuando se enamoró de mi abuela.
Nunca lo he llegado a entender, en un pequeño pueblo, perdido de la mano de Dios, donde todos se conocen ¿Cómo es que no se dio cuenta hasta ese día en el que la vio tan bonita y arreglada (según sus palabras) con el mantón de manila y el geranio enredado a su pelo?
Lo de mi abuela fue otro cantar. Le hizo falta mucho insistir a mi abuelo para que ella dejase de verle como un crío.
Y él no dejó de intentarlo. Día tras día. Con lluvia, con frío, con fuertes vientos, daba igual. Cada día salía de casa cuando ella debía ir a trabajar y muy caballerosamente la acompañaba a la fábrica. Y al salir, más de lo mismo. Él dejaba sus tareas en el negocio familiar (me consta que recibió algún que otro palo por ello) e iba a recogerla y acompañarla a casa.
A ver, si eso no es romanticismo que venga alguien y me lo explique. Eso sí, excesivo para mi gusto teniendo en cuenta las remotas posibilidades que había de que nada le sucediese a mi abuela en el trayecto si iba sola.
Eran otros tiempos, tiempos seguramente mejores. Tiempos en los que el whatsapp no daba por culo. En los que a mi abuela le daba igual si mi abuelo en las cartas se reía “jajaja” o “hahaha”.
Banalidades de alguien como yo, con el drama en las venas. Sinsentidos que creamos para no atender a lo importante, a lo que de verdad duele. Estupideces que solo quien ha pasado por lo mismo comprende.
Yo con alguien como mi abuelo habría perdido la paciencia. Pero al parecer mi abuela era más… menos… menos yo.
Sí, ella es diferente. Su corazón alcanza límites insospechados para el mío, su bondad roza lo abnegado y su capacidad para perdonar es más que humana, divina.
Pero bueno, no estoy aquí para hablar de lo poco que me parezco a ella. Acabaría mal… otra vez.
Estoy aquí para contaros otra historia.
Estaba en esta misma maldita terraza, hace tres meses, esperando para conocer a… ¿el segundo amor de mi vida?…
El cual, por cierto, llegaba tarde. Alguien que conocía a alguien me había contado que él llevaba poco tiempo en la ciudad, que necesitaba algún amigo… le dieron mi número… E voilà!
El suelo era, como ahora, de adoquín color Camel, las sombrillas negras se juntaban entre sí y ni un rayo de luz atosigaba la velada. En cada mesa una vela con fragancias diversas. Las sillas y la mesa, de metal plateado ligero. Acogedor, lo llaman algunos.
Y ahí estaba yo, ¡Ojo! Aunque había rezado a todos los dioses conocidos para tener algo de suerte, no me había esmerado ni un poco, ni un poquito solo, en parecer… atractiva o deseable.
Unos legins azules, mi blusa de “granjera busca esposo” y zapatillas. Bueno… al menos tuve la decencia de plancharme y soltarme el pelo.
El reloj de la catedral había marcado las 20:15 h, lo recuerdo bien, justo como ahora acaba de marcar las 21:00 h, alcé la mirada, estaba justo a punto de levantarme y marcharme cuando la más puta y perfecta de las sonrisas se cruzó en mi camino. “Por las bragas de Julieta”
Joder. ¿Qué puedo decir de esa sonrisa robada al mismísimo diablo para hacerme la vida imposible?
Ojos negros, a juego con su pelo oscuro y su tez bronceada por el sol. Llevaba una sudadera, varias pulseras de festivales pasados y jeans.
Es difícil explicar lo que pasó por mi mente y recorrió mi cuerpo.
Fue una cita (tachad esa palabra, la odio) perfecta. Más que perfecta. Y durante semanas, cada nueva cita (volved a tachar eso) fue mejor que la anterior…
… Hasta que, ¿Os conté cómo acabó aquel día en el que me presenté en su casa lloviendo sin invitación alguna? ¿No? Pues de la siguiente manera: había estado durmiendo en el sofá antes de mi llegada, con su libro “La chica del tren” como almohada. Babeado y casi destrozado. Me dieron ganas de destriparle el final solo por la falta de respeto.
El tema es que ese día me sentí ridícula, me sentí mal cuando él me miró con cara de “¿Qué hago contigo?”, me sentí como una extraña en una gran habitación concurrida de gente a la que de nada conocía y tan solo quise hacerme pequeña y salir corriendo. Me invitó a pasar con mucho respeto, pero en su mirada vi el agobio y la incomodidad. Así pues, denegué la oferta por “orgullo”. Y volví a casa, completamente mojada y llorando.
¿Sabéis qué pensaba durante todo el camino?
“Julián, Julián, ¿A qué punto estúpido he llegado yo sin ti?”

Ahora, en esta misma terraza donde conocí a Carlos y donde, curiosamente, por primera vez en años dejé de pensar en Julián, siento su ausencia más que nunca y tan solo le pido que por favor, me ayude esta vez.
Alzo la mirada y suspiro al ver al chico con el que he quedado, no me gusta su sonrisa.
Se presenta demasiado cercano, con demasiadas confianzas rodea mi cintura para apretarme a él y darme dos besos. Argh.
Tomo asiento rápidamente y pido dos cañas con una seña al camarero. Muerdo mi labio inferior. “Mmm… no sé, tiene algo que no me agrada. Carlos fue más fresco, más natural al presentarse”.
Me disculpo con la excusa de ir al baño, tomo mi bolso y salgo corriendo hacia el interior del bar, los baños están arriba y las escaleras son de madera envejecida. Cuando subo de dos en dos casi parece que el edificio vaya a caerse.
“Ana, no me gusta… quiero irme de aquí… llámame en 10 minutos y dime que se me está incendiando la casa o algo”.
Me siento en el retrete con la tapa bajada a esperar su respuesta. Una que no llega.
Tomo aire y al final consigo salir de allí y bajar hasta mi acompañante que está comiendo los cacahuetes que nos han dejado como un auténtico simio. “Quiero irme, quiero irme”
Me siento agobiada, desorientada. Respiro hondo y él no se da ni cuenta de mi malestar. Empieza a hablar de sus aficiones. Me aburre y tan solo me digo a mí misma que como mucho debo esperar una hora y marcharme alegando que tengo que dar de comer a mi gato imaginario.
Pero…
Suena el teléfono. “Ana, te quiero”. Lo saco de la mochila y al ver el nombre de “Carlos” entro en shock. Nunca antes me había llamado.
– Carlos…
Murmuro, quizá exteriorizando tenga más sentido.
– Soy Sergio.
Me corrige el chico con cara de pocos amigos.
– Sí, eso he dicho.
Lanzo el móvil al interior de la mochila y en ese momento… Sergio, sí, eso, Sergio, se pone en pie arrastrando la silla metálica por los adoquines, consiguiendo llamar la atención de todos.
– Ana me pidió el favor, me dijo que eras una buena chica que había pasado una muy mala racha, pero ¡Joder! Se le olvidó decir que ibas a ser tan… ¿Maleducada? ¿Alguna vez alguien te ha soportado, tía, o murió en el intento?
Crack.
Sí, eso ha sido mi corazón.
De su cartera saca un billete de cinco, lo lanza sobre la mesa y comienza a caminar hacia la plaza de la catedral.
El teléfono vuelve a sonar. Lo vuelvo a sacar y antes de darme cuenta, estoy llorando.
– ¿Qué quieres?
Gruño, sorbiendo después por la nariz.
– Tú casa se quema.
Ya no es Carlos.
– Como si se quema la maldita ciudad entera.
Cuelgo y comienzo a correr.
Un claxon ruge a mi izquierda, unas ruedas chirrían por un frenazo. Y ya no recuerdo nada más.