
Ana.
La mañana comienza nublada y sigue así hasta que el reloj marca el medio día.
Da asco bailar así, a no ser que seas un depresivo de mierda. Nos sentimos todos apagados, como con falta de… ritmo.
No sé si es la mejor forma de expresarlo, pero es la única que se me ocurre.
Pero bueno, creo que me entenderéis… no considero que los días nublados sean sólo un problema para los bailarines… es solo que aquí en la academia hoy todo da asco.
El constante devenir de alboroto y euforia matinal se ha visto sustituido por caras largas, pasillos vacíos y profesores enfadados…
Paso junto al aula en la que Manolo baila con Lucía y me detengo a mirar de reojo unos segundos bajo la excusa de atarme una zapatilla.
Lucía me ve y sale corriendo hacia mí.
– Ana, …
Sonríe con su sonrisa de “soy adorable” y me ayuda al levantar. ¿Con qué fin? No lo sé.
– Me gustaría que quedásemos después de las clases, ir a tomar algo, ya sabes… hablar.
Parpadeo, tratando de entender. Vale, somos amigas. Pero… veo en su mirada que espera o busca algo.
– Claro, claro. Sí. Después de las clases. Vale.
Sonríe y vuelve al aula con Manolo.
En realidad, Manolo queda tan poco elegante, mirándonos con cara de haber olido un contendor, que me encanta. Creo que le pregunta a Lucía sobre lo que me ha dicho y ella niega con una sonrisilla mientras alza el brazo que sostiene el mando hacia el control y le da al Suena Solo. Lucía puede dignificar un clásico como … y conseguir que no quede ridículo. Me queda mucho que aprender de ella… supongo.
Llego a mi clase y suspiro. La profesora es una cincuentona francesa por la que todos estamos aquí en realidad. En sus años dorados fue la mejor, pero la mejor de verdad. Ella flotaba por el escenario como portada por ángeles invisibles. Grácil, liviana, casi etérea.
Vinimos todos a estudiar aquí por aprender de ella. ¿Adivináis quién es su alumna predilecta?… Sí, Lucía.
Hasta la magnífica Anne Lise tiene hoy cara de acelga mustia. La hora y media se hace eterna entre tecnicismos y demás hostias y cuando al fin suena la alarma del cambio de clase salgo de allí casi volando.
Es en ese momento en el que Manolo me intercepta, toma mi muñeca y tira de mí hacia el cuarto de la limpieza (muy de película de instituto americana, sí, lo sé).
– ¿Qué quería Lucía?
Pregunta mientras cierra la puerta. No me deja responder, simplemente me empuja contra las perchas de atrezzo y nos perdemos entre marañas de plumas, tules y otras suaves telas. Siento sus labios temblorosos y su respiración entrecortada. Él también cree que Lucía lo sabe.
– Lo sabe.
Murmuro entre jadeos que vienen y van, causados principalmente por esas manos que recorren mis nalgas con avidez desmesurada.
– Voy a dejarla.
Responde. Eso no lo esperaba. Empujo su pecho para poder mirarle. La respiración me va a mil y siento un repentino vértigo nacer en mi bajo vientre.
Manolo retira de mi pelo algunas plumas enredadas, expectante por mi respuesta.
– Voy a hablar con ella primero, quiere quedar después de las clases. Se lo debo. También es mi amiga.
¿Lo es? ¿Soy yo su amiga después de todo? Resopla, da un paso atrás y tras pensarlo unos instantes asiente.
– Como quieras.
Y sin más, se marcha.
En los cinco minutos de espera, todo en lo que pienso es…
¿Estoy preparada para afrontar lo que supone que la deje? ¿En qué situación nos deja eso a ambos?
El día se me hace corto, cortísimo. Comida rápida, vuelta a las clases. Toca dos horas de clásico y antes de darme cuenta, cuando pestañeo, estoy ya en las duchas.
Con la toalla aún enrollada, escribo a María.
“Tía, Lucía lo sabe. Me ha dicho que nos veamos después de la academia, que tenemos que hablar”.
Suspiro. Se veía venir. Me advirtió y no puedo decirle que no.
“Ánimo… supongo.”
Me contesta tan taciturna que no necesito más para saber que está teniendo una de sus crisis. Aprendí hace mucho que cuando necesita a Julián, nadie puede hacer nada más que dejarla estar, es tan terca…
“Mañana le contaré el resto de las noticias, quizá esté de mayor ánimo” – me digo para mí misma, buscando un consuelo que no llega. A veces odio estar siempre disponible para María y que ella, cuando más la necesito, no esté.
Tomó el teléfono móvil y la llamo. Comunica.
Resoplo y comienzo a vestirme. No llevo más que la ropa interior cuando Lucía entra en el cambiador. La miro pasmada, ella me sonríe de forma forzada, está roja…
– Pensaba que no quedaba nadie. ¿Te espero en la puerta?
– Sí, sí, claro.
No me he dado cuenta. Pero por inercia he cubierto mis pechos por la vergüenza. No es que me importe que me vean en sujetador. Es que ella me mira raro. Se da la vuelta y se marcha dejando escapar un suspiro.
Menos mal.
Termino de vestirme con bastante lentitud y salgo afuera. No hay nadie. Miro a mi alrededor, pero no la veo. Me debato entre sentarme en las escaleras a esperar o simplemente marcharme. Tras unos pocos minutos de cortesía, me marcho… pero no llego muy lejos antes de encontrar su mirada vacía esperándome a la vuelta de la esquina.
Su rímel, en forma de cortinas que nacen en sus ojos, delata que ha estado llorando. Lleva una cajita en la mano. En la otra un … ¿test de embarazo?
– Vamos, no me jodas…
Suelto sin pensar. Ella afirma.

Lucía
Me ha sido completamente inevitable no posar la vista en el encaje blanco marfil de su sujetador. Me ha sido inevitable no sonrojarme. Y sé que ella lo ha notado.
No puedo, aunque quiera no puedo, hablar con ella todavía. Salgo de allí despavorida y comienzo a correr una vez estoy en la calle.
En la primera esquina me detengo, tengo que agarrarme a la pared del mareo que siento. Incluso me encuentro sofocada.
Vomito y me salpico las zapatillas.
“Qué asco, eran nuevas”
Me doblo por la mitad y jadeo tratando de recomponerme. Respiro hondo y tardo un poco en volver en sí.
Justo en frente hay una farmacia. A duras penas consigo llegar hasta allí.
En el mostrador, justo a la derecha hay un expositor con los nuevos test de embarazo que te calculan hasta de cuánto tiempo estás embara… ¿QUÉ?… No.
“A ver. Piensa, Lucia… ¿Cuánto hace?”
En mi cabeza trato de repasar cuándo tuve mi último periodo, pero no me salen las cuentas. “MIERDA”. Debe de haber sido una casualidad divina que esos aparatos estén ahí.
Vuelvo a marearme y la chica que iba a atenderme se da cuenta y viene a mi rescate. Me mira negando con la cabeza. Yo le señalo como puedo las pruebas de embarazo.
Me deja usar su baño.
Hace mucho que no rezo, la verdad. Pero hoy, recordando lo que mis padres me enseñaron, lo hago.
“Padre nuestro… – por favor, que salga que no.- … que estás en los cielos… – me tiemblan las manos. – … santificado sea tu nomb… ¡LA PUTA MADRE QUE ME PARIÓ! ¡ESTOY EMBARAZADA!”
Durante el tramo desde que salgo de la farmacia hasta la academia, pierdo la noción del tiempo y de la realidad. Sé que estoy llorando, pero me siento tan turbada, tan en shock, que no soy capaz de asimilar la información. Sólo una palabra se repite en mi cabeza una y otra vez como un martirio.
“Madre”.

