Entre febrero y marzo sólo hemos encontrado dos centenarios que conmemorar, pero jugosos: el nacimiento del intelectual, político y ensayista español, Enrique Tierno Galván, y el fallecimiento del polémico dramaturgo alemán, Frank Wedekind, padre intelectual de Lulú.
Enrique Tierno Galván, “El viejo profesor”.

El 8 de febrero de este año 2018 se cumplen cien años del nacimiento, en Madrid, de Enrique Tierno Galván, quien ha pasado a la historia como un hombre culto y demócrata con un gran sentido de la justicia, (aunque también tiene sus detractores, como podemos comprobar en el artículo de Pedro Fernández Barbadillo, en Libertad Digital el 19 de enero de 2016, “Enrique Tierno Galván, el gran impostor”, o en el libro de César Alonso de los Ríos, “La verdad sobre Tierno Galván” [1997]), pero el caso es que ejerció su cátedra de derecho político en las universidades de Murcia y Salamanca, de la que fue expulsado acusado de subvertir a sus alumnos, fundó el Partido Socialista Popular con el que consiguió su acta de parlamentario en las primeras Cortes democráticas, tras la muerte de Franco, y ganó por dos veces las elecciones para alcalde de Madrid, donde ejerció el cargo entre los años 1979 y 1986, justo durante la mejor época de la “movida madrileña”, no pudiendo concluir su mandato a causa de su muerte acaecida el 19 de enero de 1986.
Pero no es su carrera política la que aquí nos interesa, sino su labor como intelectual, ensayista y escritor: Fue el primero en traducir el Tractatus de Ludwing Wittgenstein, llevó a cabo diversos estudios sobre la novela picaresca y la histórica y fue autor de un gran número de obras , entre las que destacan: Sociología y situación (1954), Costa y el regeneracionismo (1961), Acotaciones a la historia de la cultura occidental en la Edad Moderna (1964), Humanismo y sociedad (1964), Diderot como pretexto (1965), Conocimiento y ciencias sociales (1966), Antología de Marx (1972), La rebelión juvenil y el problema de la Universidad (1972), Tradición y modernismo (1973) y Democracia, socialismo y libertad (1977).
Como ejemplo de su prosa, acompañamos uno de sus artículos aparecidos en El País el 27 de octubre de 1984:
De la convivencia pervertida por la literatura.
Enrique Tierno Galván

Con lentitud, pero sin retrocesos, la literatura se ha ido convirtiendo en el modo de expresión artístico que más ha perturbado la convivencia. El fundamento de este juicio, quizá demasiado rotundo, está en que cuanto mejor nos conocemos peor convivimos. No me refiero tan sólo al conocimiento que procede de la observación y descripción de nuestro comportamiento deliberado, pues este modo de conocer alude a nuestra intimidad, pero no la descubre ni la expresa directamente. Con un propósito didáctico Tácito intentó explicar cuáles eran las intenciones de las personalidades dirigentes o públicas, partiendo de su conducta, para encontrar modelos generales. A esto llamaba Gracián, mucho tiempo después, “desvelar la intención”.
Desde finales del siglo XV, coincidiendo con el pleno conocimiento y divulgación de la obra de Tácito, los teóricos de la política se afanan por desvelar o descifrar las intenciones merced a la observación rigurosa de la conducta. El mismo camino siguió la literatura, aunque con mayor lentitud y menos urgencia, pues al literato le interesaba menos que al político descubrir la voluntad recóndita del otro en cuanto la creación literaria no estaba definida por la relación amistad-enemistad, lealtad-deslealtad, etcétera. Pero, incluso luchando contra su propia tradición, la literatura avanza por el mismo camino, acelerando cada vez más su proceso, hasta convertirse no ya en la pesquisidora y descubridora de la intención a través de la conducta, sino en instrumento que describe e interpreta los estados de conciencia y su génesis por el comportamiento, esto es, por la suma de actos conscientes e inconscientes que condicionan la convivencia. En este sentido, el comportamiento político es en gran parte literatura. Cabe admitir, con alguna amplitud, que desde esta perspectiva toda la convivencia, no sólo la conducta política, es literatura. Entiendo, al menos con el fin de explicar bien lo que quiero decir, que el cine es. literatura en imágenes y lo son, sin duda, el teatro, la pintura y otros bastantes nuevos modos de crear y expresarse. Nos conocemos tan bien que nosotros mismos somos literatura.
Permítaseme recordar respecto a cuanto vengo diciendo que en 1821 se publicaba en Madrid el Viaje sentimental de Sterne a París, bajo el nombre de Yorick, “traducido libremente en castellano, en la imprenta de Villalpando, impresor de Cámara de su Majestad”. El traductor, cuyo nombre no consta, que fue el primero en dar carta de naturaleza al adjetivo sentimental en castellano, decía así en el prefacio: se ocupa nuestro autor “en leer en las más mínimas inflexiones del semblante, en las miradas más indiferentes y en las gesticulaciones y movimientos más imperceptibles lo que pasa en los tortuosos senos del corazón humano”. En efecto, ¿qué hay de los demás y de nosotros mismos, de nuestro ambiente, relaciones y posibilidades que la literatura no haya descrito y de algún modo explicado? Ya no se trata de desvelar la intención, induciendo desde la conducta, método inseguro que a veces define, subrepticiamente, la conducta por la que ya sabemos de la intención, sino de investigar la intimidad por el gesto, la mueca, la actitud, la entonación del lenguaje, el color de la piel o el matiz de la mirada. Por los mismos años, casi, que Sterne, el Abbé Prévost escribía en Manon Lescaut una frase, con la que se inicia en cierto modo la transmutación de la convivencia en literatura: “Lorsqu’elle vit mes regardes s’attacher toujours tristement sur elle…”. No debe, pues, sorprendernos que se hayan buscado los precedentes literarios de lo que Hegel llamaba, según la versión común, “mala conciencia”, ni que se diga con alguna razón que la obra de Freud es, en lo sustancial, una novedosísima teoría y crítica de la literatura aplicada a la psiquiatría. La literatura ha hecho que desconozcamos muy poco de nosotros mismos y de los demás y esto nos ha llevado, inexorablemente, a perdernos el respeto. Nada hay más incompatible con la democracia formal y los llamados derechos humanos que la literatura, la novela, el teatro, el cine, la propia pintura actual, merced a las cuales sabemos todo o casi todo de la intimidad del hombre, lo bueno y lo malo. Poco queda por conocer, psicológicamente, del ser humano, al que durante tantos siglos se ha llamado maravilla, enigma y misterio. La recopilación de las miles de metáforas que con relación a la mueca, el gesto o la actitud han formulado los escritores y artistas, para describir los estados de ánimo, nos daría un conocimiento prácticamente exhaustivo de casi la totalidad de nuestras vivencias.
Parece, si se considera lo que digo, que cobra nuevo alcance y sentido la sorprendente norma de Platón de expulsar a los poetas de la república bien gobernada. Si en lugar de poetas traducimos creadores literarios, incluyendo a directores y guionistas de cine, cabe admitir que Platón excluiría hoy de la convivencia a los supuestos pervertidores que destruyen en la práctica el interés y respeto de los seres humanos por los seres humanos.
Quizá habría que exceptuar a quienes cultivasen la épica, el relato meramente objetivo de las acciones públicas conducidas por las ideas-mito, coreadoras a su vez de nuevos mitos, como en el caso de Cervantes o Kafka. Pero tal vez ya sea tarde. Cuando se conoce demasiado bien al hombre, la épica resulta superflua.
Frank Wedekind, “el teatro de la polémica”.

El 9 de marzo de este año se cumplirá un siglo de la muerte del dramaturgo y escritor alemán, Frank Wedekind, (Bejamin Franklin Wedekind), a causa de una hernia mal intervenida. Nacido en Hannover, el 24 de junio de 1864, su padre era un médico al servicio del sultán de Turquía y su madre, de origen húngaro, era una actriz californiana, por lo que creció ambiente bastante liberal que se amplificó, durante sus estudios en Lausana y Munich, los cuales nunca concluyó. A partir de entonces, su vida se volvió mucho más agitada, trabajando como publicitario, actor y cantante y con unas relaciones muy promiscuas, tanto con mujeres como con hombres, que le hicieron contraer la sífilis. A los cuarenta y dos años se casó con Tilly Newes, actriz y escritora alemana, 22 años más joven que él, por quien dejó su vida anterior y con quien tuvo dos hijas, pero con la que no fue feliz a causa de los celos.
Su obra dramática fue muy polémica en su momento a causa de la carga sexual y transgresora que contiene, y sus trabajos no fueron ajenos a la censura, siendo su legado más evocado el personaje de Lulú, protagonista de El espíritu de la tierra (1895) y La caja de Pandora (1904), una joven bailarina que sabe manejar a los hombres a su antojo, lo cual, si al principio le supone una vida fácil y llena de lujos, al final es la causa de su adversidad, acabando como una prostituta callejera, muriendo en un callejón de Londres a manos de Jack el Destripador.
Naturalista en sus inicios, pronto se dejó atraer por el simbolismo, como se puede comprobar en su novela Mine-Haha, y el expresionismo muy patente en las dos obras antes mencionadas. Todos sus trabajos reflejan algo de sus propias experiencias, como en El despertar de la primavera (1891), donde se muestra tapujos la sexualidad adolescente y masculina, detallándose la masturbación o apareciendo el suicidio y el aborto. Una de sus últimas obras fue Franciska (1912), una verdadera declaración a favor del feminismo y en la que una adolescente, como haría el Doctor Fausto, pacta con el diablo para poder vivir como un hombre durante dos años con fin de conocer los privilegios del sexo masculino.
Para concluir, os dejo el inicio de El espíritu de la tierra que tiene lugar en la pista de un circo, algo en lo que también trabajó Wedekind en su juventud:
El espíritu de la tierra
(fragmento).
Frank Wedekind

(Al levantarse el telón sale de un circo de lona, al ruido de bombo y platillos, un domador vestido con frac rojo, corbata blanca, pantalones de igual color, botas de montar, sobre la frente le caen negros rizos. En una mano lleva el látigo, en la otra un revólver cargado).
Pasen, pasen, alegres damas y altivos caballeros. Pasen a ver las fieras. Con ardor voluptuoso y temblando de miedo, verán ustedes a la criatura domada por el genio del hombre. ¡Pasen, pasen, que va a empezar la función! ¡Por cada dos personas, un niño gratis!
¡Aquí luchan el hombre y la fiera encerrados dentro de estrechas rejas! El domador desafía a la fiera haciendo chasquear el látigo. La fiera, ruge como la tempestad, y le salta, artera, al pescuezo. Aquí tan pronto vence la astucia como la fuerza. Tan pronto yacen en el suelo el hombre o la fiera. ¡La fiera se agazapa, va a darle el salto, el hombre la subyuga con su fría mirada de dominio, y la fiera retrocede, dobla la cerviz, que sirve de asiento a las posaderas!
Malos tiempos corren, señoras y caballeros, que os aglomeráis ante mi circo. ¡Beehrend, Farsas, Ibsen, Óperas, Dramas, con su preciada actualidad! Y en tanto mis pupilos no tienen que comer y se devoran unos a otros. ¡Qué feliz vive el actor en su teatro! ¡No compromete la carne de sus costillas, por grande que sea su hambre, ni por vacío que esté el estómago de su colega!¡Mas, si aspiramos a algo grande en el Arte no se debe medir el mérito por la ganancia!
¿Qué veis en las comedias y en los dramas? Nada más que animales caseros que se creen muy civilizados, y templan su ardor con claros zumos vegetales y gozan con charla cómoda, al igual que los espectadores sentados en sus butacas. Uno de los héroes no puede resistir el alcohol, el otro duda de que su amor sea verdadero, un tercero está abatido ante el mundo. Y así durante cinco actos le oís lamentarse sin que haya quien le dé el golpe de gracia … ¡Pero el verdadero animal, la fiera, la hermosa bestia, esa, señoras mías, sólo la veréis aquí!

…